El mundo es un caos. Siempre lo fue. La diferencia reside en que hoy el mundo se nos presenta con la velocidad y la simultaneidad de la información digitalizada. Sabemos el mundo al instante. Saberlo no es conocerlo en su totalidad, por el contrario, saberlo es percibir nuestra ignorancia y excitar nuestra curiosidad.
No es que sepamos lo que pasa en el mundo, no se trata de descubrir cosas en un cofre global. El mundo no es un lugar sino una proyección. Todo el tiempo se nos presenta la información mundial en fragmentos que se renuevan cada semana. Durante siglos se creyó posible ordenar el mundo. Las ideologías, la filosofía, las religiones, tuvieron la tarea de elaborar sistemas de mundo. Hoy esta labor es imposible. El mundo se escapa, mejor dicho, tenemos conciencia de que está atravesado por líneas de fuga.
Mantener un orden es una de la pretensiones del poder. Alcanzarlo es uno de los deseos de quienes aún no lo administran. Pero es posible que el poder sea una ilusión. Por supuesto que existen quienes pueden controlar sucesos, producir acontecimientos, usufructuar ventajas. Son siempre escasas y fugaces. Un verdadero orden es permanente, si no, no es orden, es una fase o una transición hacia otra fase.
El temor nos hace pedir o añorar un orden. Nos inventamos órdenes pretéritos. Creemos que en algún momento de la historia de la humanidad las cosas estaban en su justo lugar. Sin embargo, jamás lo estuvieron. Con el riesgo de parecer esencialistas, no es una desmesura afirmar que la condición humana se ofrece como algo indomable. Siglos de domesticación no lograron crear un animal previsible.
Nietzsche definía al hombre como el único animal capaz de hacer promesas; no agregó que es el único ser que las viola. Sin embargo, no le hizo falta aclararlo. Nos ha remitido en sus libros a la historia de lo que llamó “sistemas de crueldad” que consagraron dispositivos de castigo para que los mandamientos sean obedecidos.
De todos modos, no hay época en la historia que no se haya salido de cauce y que no fuera vivida por sus protagonistas como una inundación o con un sentimiento de catástrofe.
La diferencia con la actualidad es que existía la creencia en un orden posible, en una totalidad armónica, o en una redención por venir. Hoy esa creencia así como se hace se deshace, no es lo mismo creer que querer creer.
Cuando en la actualidad se asevera que el mundo se dirige a Oriente y que la China puede convertirse en un nuevo polo de poder mundial, no hacemos que más que lanzar a la atmósfera un globo aerostático a merced de los vientos. No nos permite imaginar un mundo. La crisis financiera, el calentamiento global, el agotamiento energético del planeta, la producción de vida artificial, son imágenes dispersas de posibles amenazas, de aventuras valoradas contrastadamente.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk apuesta a que las nuevas tecnologías producirán aires de libertad. El italiano Agamben habla de pasados, presentes y futuros campos de exterminio. Toni Negri ya no sé de qué habla. Vattimo reflexiona sobre una moral caritativa. Debe ser por eso que el filósofo norteamericano Richard Rorty a pesar de esta oferta escribía que ya desde hace un siglo a nadie le importan los fundamentos filosóficos del acontecer humano.
Pero no es un problema específico de la filosofía el hecho de no ser tenida en cuenta como formadora de nuevas concepciones del mundo. Lo que no hay es un mito global. No existe una autoridad trascendente llamada Dios, Razón o Verdad, que diagrame un orden. Los hombres no perciben el mundo de acuerdo con un relato que los incluya en un sistema de creencias. Es un proceso irreversible, aunque no más catastrófico que en otras épocas de la historia. Si hubiera existido una CNN durante el Imperio Romano, o canales de noticias durante la expansión holandesa del siglo XVII, lo que hoy vemos desde la posteridad como un orden ajustado sería concebido por los hombres de aquellos tiempos como un desquicio sin solución.
No digo como Jean Baudrilllard que la vida es un simulacro y que no hay diferencia entre lo real y su imagen para un mundo-pantalla, sino que la desmesura general es un dato cotidiano de nuestra percepción, y que no tenemos narración que la contenga.
¿Hace falta un mito? Es una pregunta ociosa. Podemos apelar como lo hacen otros a una idea de un futuro gobierno mundial, a una red de minigrupos de resistencia contra los poderes imperiales, a cualquier tótem o gran hermano benévolo o diabólico, la tensión entre la voluntad de ordenar y el exceso de lo real es inevitable.
Pensemos en nuestro país. ¿Cómo pensar en proyectos sin orden futuro? ¿Puede una sociedad basarse en la improvisación, en una apuesta a suerte y verdad, en depender de la fortuna? ¿Cómo organizarnos en vistas a un futuro promisorio? Hay quienes sostienen que es necesario construir un Estado, como si no lo hubiera. Pero admitamos que se trata de un “nuevo” Estado. Ante los desajustes, los conflictos, y la parálisis de ciertas políticas, hay quienes piden convocar a todos los sectores interesados y planificar las futuras acciones en conjunto. Proponen la creación de un Consejo Nacional Agropecuario para dirimir y solucionar el problema del campo. O respecto de la salud, dicen que se necesita un plan nacional de salud. Imagino que a esto agregamos otro plan nacional de seguridad, un consejo nacional del salario y de la producción, uno de energía, de política ambiental. Es lo que se llama plan estratégico nacional. Todo un país planificado para los próximos veinte años como resultado del diálogo y la convergencia de las fuerzas vivas y de los agentes sociales más representativos.
Nos parece un punto de vista absolutamente cierto, sentido común con mayúscula. Sin plan no hay objetivos generales, sin participación no hay acción al servicio de los intereses colectivos, sin acuerdos no hay avances. Y al mismo tiempo, también nos parece imposible.
Sólo en un mundo racional y generoso todo es posible, hasta un orden dinámico parece factible. Un universo amable permite la creación de un ambiente en el que todos entienden que negociar es ceder y no sólo convencer al otro de que ceda. En este caso ideal no se trata de un orden monopolizado por la violencia de un gran poder, sino de una organización inclusiva que planifique en medio del caos, que invente y cree herramientas contra quienes quieran conservar sus ventajas. Sin embargo, en una sociedad fragmentada como la nuestra, con un virtual empate entre grupos de presión, en una comunidad que no es tal porque la desconfianza es la regla de la supervivencia, hablar de concertación, de alianzas, de frentes, de consenso, de diálogo, de encuentros, no va más allá de un clamor retórico.
Ante una situación así, ¿nos queda otra alternativa que adscribir a la consigna de aquel Mayo Francés del ’68: seamos realistas, pidamos lo imposible? Sí, la hay: seamos idealistas, tratemos de mejorar un poco.
*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).