Llega el Festival Internacional de Buenos Aires y como cada vez que esto sucede se desatan los debates sobre cómo debería ser la selección, cómo es la desproporción entre locales y extranjeros, qué se hace con los fondos públicos y una miríada de preguntas que vuelven a quedar en noviembre con pocas respuestas.
Soy incapaz de aclarar ninguno de estos asuntos. Ahora, por lo que leo en diálogos cruzados en Página/12, es el turno de la danza. Un grupo nada desdeñable de bailarines y coreógrafos señala con buen tino que el FIBA, pese a ofrecer nominalmente la “diversidad artística expresada en las nuevas búsquedas y tendencias del teatro, la danza, las artes visuales y sonoras” ha programado sólo dos espectáculos de danza “contra” 12 de teatro y dos de teatro musical. Las explicaciones de su director artístico se apoyan en un dato estadístico: de 370 espectáculos postulados, sólo 27 (un 7%) eran de danza. Así y todo, el FIBA pretende estar presentando un muy suculento 12,5% al programar dos espectáculos.
Son dos espectáculos. ¿Qué representan? Nada. Tristeza. Carencia. Ajuste.
Supongo que en asuntos de este porte las matemáticas importan poco. El descontento seguirá intacto, ya que el desamparo en que se encuentra la danza independiente es acuciante... La guerra acerca de cómo son las finísimas tajadas de esta torta –creo yo– desvía el eje de una discusión mucho más brava: ¿no es inaudito que el FIBA sea el único festival internacional en una ciudad que es modelo de teatro para todo el mundo conocido? Todo es desmesuradamente pequeño: es bianual, sus presupuestos son una risa y es imposible dar cabida a todos los espectáculos del bienio que han dejado alguna huella en el colorido mosaico cultural de Buenos Aires. Mientras estas condiciones no cambien, Berlín o París (con su media docena anual de festivales internacionales) seguirán quedando a una distancia estratosférica, y no son modelo con el cual medir las políticas de selección, financiación o reflexión a las que estamos obligados.
Somos un país pobre, pero con una cultura rica y vivaz. Qué joda. Los festivales siempre ven sus salas llenas de público entusiasta y poco conformista. No hay duda: hacen bien, tienen llegada a la gente, engrandecen los horizontes y espantan el horror. Pero estamos aferrados a nuestra pobreza estructural y a nuestra soberbia genética: como hacemos mucho, y bien, preferimos compararnos con los grandes festivales del mundo y no con los de paisajes más latinoamericanizados. Ambas opciones neuróticas son versiones deformantes, o meramente estadísticas, de una región cualitativa (y no cuantitativa) de la que se habla poco. La región de la pobreza. También se habla poco sobre cómo salir de allí.