Séptimo, la película con la que Ricardo Darín ha vuelto al cine, es ante todo un ejemplo de novela negra. Y ésa es su gran potencia simbólica. Podríamos decir, grosso modo, que hay dos tipos de novelas policiales. La inglesa, novela enigma, límpida, con un misterio a develar, representada magistralmente por Arthur Conan Doyle y su detective fetiche, Sherlock Holmes, y entre nosotros por el Jorge Luis Borges de La muerte y la brújula o el Bustos Domecq en cuyos cuentos el detective no necesita salir de su celda en la penitenciaría para descifrar como un científico loco la trama oculta de los crímenes. Y la norteamericana o negra, novela en la cual el telón de fondo de la problemática policial es la sociedad misma, con sus complejidades y perversiones. Quizás el más emblemático de los escritores de novela negra es Dashiell Hammett, cuya obra Cosecha roja emblematiza la gran crisis de los años 30, pero también Leonardo Sciascia que retrata la corrupción política en Sicilia, o últimamente Leonardo Padura, que refleja la descascarada y maloliente realidad del régimen cubano, con paredes leprosas y generaciones diezmadas. Si en dos o tres décadas algún historiador quisiera saber cómo fue esta década de desprecio e involución, Séptimo será de gran ayuda. Así como en el programa cómico La Tuerca estaban los problemas de la Argentina de aquellos años (la tenue corrupción y Victoriano Barragán o la abundante burocracia y el arbolito de Joe Rígoli) en este film irrumpen dolorosamente los dramas actuales: la inseguridad y los secuestros, las dudas sobre el actuar de la policía (el vecino comisario), el hecho de que la propia policía se corrompe en gran medida porque no gana bien (se dice que su sueldo anual no alcanzaría para pagar una deuda), la inseguridad jurídica (el comisario queda acorralado por la deuda a raíz de que una compañía de seguros cae en quiebra), el lobby constante por arriba de la ley (Darín opta por no denunciar el secuestro o El Rubio siempre esgrime el as de una influencia para solucionar los entuertos), los piquetes que enloquecen el tránsito (cuando Darín se dirige en busca del dinero para pagar el rescate), la gigantografía evitista con olor a régimen totalitario en la 9 de Julio, la corrupción sindical (el abogado Goldstein recibe todas las semanas “dinero sucio” de un sindicato), el hecho de que un abogado después de años de trabajo arduo no cuente con mínimos ahorros y deba andar en autos viejísimos –un BMW que no arranca o un Ford Taunus destartalado–, e incluso, rayando ya lo patético, la necesidad imperiosa de la mujer española de volver a su país, porque ya nadie quiere inmigrar ni permanecer en la Argentina de los Kirchner, ni siquiera los ciudadanos de países en crisis como España. El telón de fondo de esta verdadera nouvelle noir es la total desinstitucionalización de la Argentina. El Estado ha perdido toda eficacia práctica y todo espesor simbólico, lo que resulta sumamente paradójico a poco que se recuerden los discursos del kirchnerismo en los que se reivindicaba el rol del Estado. Si por un lado se “recuperaron” (en el irónico sentido con que los guerrilleros empleaban el verbo cuando obtenían dinero de sus secuestrados o robaban armas de los cuarteles o desarmaban a un soldado de imaginaria) empresas para el Estado, generando dicho sea de paso innumerables problemas de déficit y juicios internacionales, las verdaderas funciones de un Estado moderno y eficiente –la seguridad o la generación del bienestar económico– han quedado en manos de las mafias. ¿Y quién sino Vladimir Putin es el más emblemático articulador de mafias? ¿Resulta entonces extraño que, en este contexto, la presidenta Cristina Fernández haya optado por unirse al líder ruso y alejarse del presidente demócrata norteamericano, reinventando aquella disparatada alianza cordial de la dictadura militar, cuando Jorge Videla se juntaba con los jerarcas comunistas rusos y se apartaba de los Estados Unidos de Jimmy Carter y Patricia Derian, que le exigían respeto por los derechos humanos? Es la misma paradoja de un gobierno que, a fuerza de hablar de golpes inexistentes, terminó vaciando y banalizando el vocablo. La misma de los derechos humanos que pasaron de la épica heroica de la pastilla de cianuro a la colita de cuadril en la ESMA y las casas premoldeadas de Sueños compartidos. Curioso destino de la generación setentista que, al terminar homologando las políticas contra las que luchó, demuestra que el proyecto generacional que en los 70 vino como utopía y violencia en los 2000 volvió como fracaso y estafa.
*Escritor y periodista.