Nunca había estado en ArteBA. La imaginaba un ritual mercantilista del aspecto más radical de la obra de arte: su capacidad de venta. Fui a salir de la duda. Y la confirmé. La magnificación del carácter vendible del objeto visual es aquí estrafalaria: hasta un pancho que costaría $ 3 se fetichiza y pasa a costar $ 23.
Hice trampa. Fui a verificar algo que ya sabía: que el arte es una paradoja tensada desde su cuna: queriendo liberarse del ídolo mágico y religioso, maduró en su autonomía y su individualismo, y ahora agoniza de feliz autorreferencia. O en todo caso ha mutado y hoy es el combustible de esa idolatría que pretendía revertir, que ya no es la sagrada y falsa de la religión, sino la sacra y falsificante del dinero. Liberada de su valor de uso y de sus horas-hombre, la obra completa su sentido en el “precio” y en la capacidad de ser “tenida”.
Pero lo que no digo (por pudor progre) es lo bien que lo pasé en este mercado. Mucho mejor que en los museos, que exhiben la parte de nuestra relación con lo bello que ya ha sido validada. Las galerías pretenden vender lo que se está validando ya, ayer a la tarde… Y ya sabemos lo que le pasa a la moda: no trae ninguna novedad, pero ejecuta a la perfección el “simulacro” de la novedad. Este no es trascendente ni profundo. Pero sí gozoso. Fraude del cambio que no ocurre, las trampas tendidas ante el ojo son, ¡ay!, bastante hermosas: artistas y públicos pactan bilateralmente sus monedas.
Sí: acá uno puede escuchar a las parejas que discuten los alcances estéticos de una obra en función de la caoba oscura de sus muebles. Pero también toparse con León Ferrari preestrenando la película El artista (del dúo Gastón Duprat-Mariano Cohn y con guión de Andrés Duprat), que dialoga mucho mejor que yo con estos sinfines de nuestra relación con el arte. Una formidable sorpresa del cine argentino, que acaba de estrenarse el jueves. A la revelación de Alberto Laiseca y Sergio Pángaro como óptimos actores, los lectores fieles sumarán el privilegio de ver a Ferrari, Horacio González y Fogwill –sí, a Fogwill– haciendo de viejos chotos. Chapeau. Una película profunda y extravagante, sobre todo en su generosa accesibilidad.