Hará nomás un par de años atrás, cuando iba a la escuela primaria envuelto en un guardapolvo que debía lucir blanco, almidonado, primoroso, pero no tan refulgente como para suscitar el desprecio de los compañeros por olfa, chupamedias de la maestra, simple botón, recorría las cuadras que me separaban del establecimiento educativo mirando el piso. No lo hacía de obsesivo, o no solamente de obsesivo: en aquella época se había lanzado una campaña, o yo lo creía así, por la que se cambiaban tres o cinco kilos de boletos de colectivo por una silla de ruedas a entregarse a un discapacitado (antes se lo llamaba paralítico). Aclarando para el lector joven: por entonces no existían las SUBE y al subir a un colectivo pagabas con monedas y el colectivero, además de manejar, tenía que cobrar, dar el cambio, y cortar y entregar un boleto que el pasajero llevaba durante todo el viaje (porque cada tanto subían inspectores que se cercioraban que habías pagado el uso del medio público exigiéndote la exhibición de esa prueba, y picándola como certificación. A eso se llamaba “picar el boleto”, expresión que ahora se usa como equivalente de que alguien “ya fue”). Bien. Apenas bajaba del colectivo, cada pasajero arrojaba su boleto al piso, por lo que las calles de esta ciudad de Dios se veían florecidas de esas pequeñas hojitas de papel de distintos colores (cada color indicaba una diferente extensión del viaje y un distinto valor de su costo), hojitas de papel que yo iba recogiendo camino al colegio, agachándome vez tras vez, cuadra por cuadra, aumentando mi contribución a la causa del bien.
Puesto a contarlo, no puedo recordar cuantos boletos junté, ni tampoco sería capaz de certificar que el rejunte daba por resultado la silla milagrosa (¿Cuántos miligramos pesaba cada boleto, cuantos miles y millones había que juntar hasta dar con el peso?), pero si apostaría a que mis actuales dolores de cintura terminarán por ubicarme en la silla móvil que destinaba para otro, lo que vuelve a confirmar la veracidad de la frase “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”.
Pero más allá de toda predicción funesta, el hábito de revisar el suelo para recoger esos pequeños tesoros del bien me dejó como resto actual la costumbre de andar mirando a diestra y siniestra para encontrar en la calle, ahora, un billete salvador (verde) o, mejor aún, esas cajas donde los adictos a Netflix van dejando los testimonios abandonados de su anterior pasión: los libros. Cada tanto, encuentro pilas de libros abandonados al lado de los contenedores de basura, pilas que reviso para encontrar las joyas un poco polvorientas o rasgadas de mi pasión siempre persistente. Después de todo, con o sin silla de ruedas, el mejor modo de leer es acostado –si la silla es reclinable– o sentado –si no lo es. Y es el azar de esos encuentros lo que me llevó a pensar en Yuri Knórozov, el llamado “Champollion ruso”.
En mayo de 1945, en previsión de algunas represalias y desafueros por parte de las tropas soviéticas que se acercaban a Berlín, las autoridades de la actual Biblioteca habían comenzado la evacuación del material bibliográfico con el propósito de trasladarlo a los Alpes Austríacos, pero el avance soviético fue incontenible y debieron huir, dejando las cajas en plena calle. Knórozov , oficial de artillería de aquellas tropas y un enamorado de los libros, agarró dos al azar, al pasar, mientras se dirigía hacia el Bunker de Hitler. Ese gesto definiría su futuro. Uno de los ejemplares era la edición de 1933 de Los códices mayas de los hermanos Villacorta y el otro la Relación de las cosas de Yucatán, de Diego de Landa. Knórozov sentía una fuerte atracción por la cultura maya (también por la egiptología, la lengua árabe y los antiguos sistemas de escritura de India y China), así que al volver a Moscú ingresó al instituto de Etnografía y dedicó el resto de su vida a los secretos de la lengua de los mayas, que hasta entonces resultaba indescifrable. Solo contaba con la descripción de ese alfabeto hecha por Landa, pero carecía del código. Seguirá.