Se ha instalado el hábito, no ingenuo como veremos, de nombrar al ominoso Proceso de Reorganización Nacional como “dictadura militar”. Al hacerlo, sin darnos cuenta, indultamos la esencial participación civil en el mismo.
Está demostrado el prematuro compromiso de políticos, economistas, religiosos y periodistas en la preparación del golpe de Estado favorecido por el pésimo gobierno de María Isabel Martínez de Perón y José López Rega que con su insólita ineficiencia, la violencia parapolicial de la Triple A, la corrupción generalizada, la licuación de salarios y ahorros, había creado un vacío de poder y una disconformidad colectiva que facilitó el suave aterrizaje del golpe.
La designación de Martínez de Hoz y su equipo de colaboradores estaba decidida con mucha anticipación, como así también el proyecto de progresivo desmantelamiento del Estado a favor de sectores concentrados nacionales e internacionales, sobre todo financieros, proyecto que se enraizaba en una nefasta tradición histórica del liberalismo argentino: liberal en lo económico y autoritario en lo políticosocial. En este caso ambos principios llevados a su exacerbación, puesto que el pretexto no era, como en asonadas anteriores, el supuesto reordenamiento de la vida institucional, sino que lo que se puso en marcha el 24 de marzo de 1976 fue el proyecto de transformación total de la organización económica, social y política de nuestro país
Una vez instalada la dictadura en el poder la complicidad civil fue, aún, más manifiesta. Ministerios clave como Economía, Educación, Relaciones Exteriores, Cultura, fueron ocupados por civiles que nunca fueron juzgados por ello; economistas de primer nivel que diseñaron, justificaron y protagonizaron políticas económicas que les era obvio que conducían al desastre, pero que les permitieron, mientras duraron, rentabilísmos negocios especulativos a favor del endeudamiento suicida y antipatriótico; empresarios que privilegiaron los negocios con el Estado facilitados por la absoluta falta de controles institucionales sin importarles el costo humanitario; artistas que se avinieron, con elevado provecho económico, a filmar películas exaltatorias del Mundial o amables comedias con las fuerzas armadas de protagonistas; sindicalistas que aprovecharon el terrorismo estatal de ultraderecha para eliminar a sus adversarios del peronismo combativo o de izquierda; intelectuales de valía que, a pesar de que muchos de sus colegas habían desaparecido, se habían visto obligados a exiliarse o nutrían las listas negras que les impedían el derecho al trabajo, aceptaban almuerzos con Videla, embajadas en el exterior o escribían y opinaban sobre temas encubridores.
El olvido colectivo que ha garantizado impunidad a un factor tan esencial de aquella época negra, se debe a que muchos de los cómplices civiles del Proceso continúan, hoy, en actividad, ocupando posiciones de importancia, tanto en el área pública como privada.
Es claro que los uniformados deberán pagar por su responsabilidad en aquella inmensa tragedia nacional, cuyas consecuencias perduran hasta nuestros días, pero reconozcamos que el ser hoy, paradojalmente, el sector social más indefenso de los que participaron los hace aptos para descargar allí, expiatoriamente, toda la responsabilidad y así disculpar al otro socio, sin el cual el Proceso no hubiera sido posible: los civiles.
Por ello, aprendamos a denominar al período 1976-1983 como “dictadura cívico-militar”, para cumplir con lo que hace muchos siglos reclamaba Simónides de Ceos: “La justicia consiste en dar a cada uno lo que merece”. Y no cejemos en el reclamo de que los responsables civiles, autores intelectuales de aquel monstruoso drama nacional, sean llevados a los tribunales de Justicia para que rindan cuenta por su participación.
*Historiador.