Hace años, envalentonados por un elenco audaz, hicimos una adaptación de dos obras de Harold Pinter sin saber que éste jamás autorizaba adaptaciones. Tuve que escribir una carta (mi mejor prosa) apelando al sentido revolucionario de su obra al mismo tiempo que a la inocuidad de un experimento teatral pobre en lucro y rico en desacralizaciones. Lo entendió. O lo autorizó. Por única vez y sin reparos. Cuando nos vio en Barcelona pareció divertirse mucho. Pero su esposa, Lady Fraser, no. En nuestra Viejos tiempos, Anna sacaba una gallina muerta de su cartera y la ponía sobre la mesa como aporte para la cena. Era una tontería, según Fraser. Yo le hice notar con respeto y amabilidad que en el texto original se debatía muy ambigua y tontamente sobre si Anna era vegetariana o no, y nos parecía lógico y necesario que el debate acabara así, con un cogote mal cortado sangrando en la mesa. Nuestro tironeo quedó en nada, porque en teatro aún no te pueden demandar por tu puesta en escena. Pero en poesía la cosa es más tenaz: María Kodama ha vuelto a apelar con el juicio contra Pablo Katchadjian, autor de El aleph engordado, una versión sobrescrita de El aleph de Borges en la que –asumiendo irónicamente que el Aleph es ese punto completísimo al que nada se le puede agregar– le adjunta miles de palabras y de enredos. La edición tuvo sólo 200 ejemplares y no hay crimen posible: Katchadjian avisa al lector lo que está haciendo y el daño sobre la magnífica obra de Borges es nulo. Pero su esposa no lo entiende así, por algún motivo incomprensible. Los jueces han desestimado el reclamo ya dos veces. Pero ella insiste en llevar al poeta a prisión y embargarlo. El riesgo enorme –para la poesía, para la libertad, para las personas– es que en la Ley 11.723 (de propiedad intelectual) cualquier defraudación implica una forma dolosa. Es obvio que no hay dolo en el trabajo de Katchadjian y que no intentó engañar a nadie: a través de su propia explicación, ningún lector desprevenido va a comprar El aleph engordado creyendo que es El aleph. Son sólo 200 ejemplares en una editorial desaparecida y ni siquiera hubo enriquecimiento, ilícito o no. La mayor riqueza de esta obra, como la de su Martín Fierro ordenado alfabéticamente, es simbólica: demuestra que la literatura es un diálogo constante que libera la imaginación y que recicla lo sagrado en lo profano. Es evidente que a Borges le convendría este procedimiento. ¿Por qué a su esposa no? Nadie lo sabe.