Durante el año caliente de 2015 parecía que la tradicional puja entre sindicalistas y empresarios se zanjaba ante un adversario común que, en su afán de ir por todo, también cortaría aún más su esfera de autonomía. Una de esas reuniones entre ambos “bandos” se realizó en la Rural y llamó la atención a más de un empresario recién llegado a las mesas de conversación con los representes gremiales: llegaron todos más que puntuales, pidieron una sala de espera para juntarse previamente y entrar todos juntos a la reunión. Estaban todos. Pero no hablaban al unísono sino con un verdadero orden jerárquico previamente establecido. “Saben que pasa –les comentó un veterano profesional que osciló su vida entre la administración púbica y los directorios privados XL- ustedes son empresarios, ellos son sindicalistas y empresarios”.
Ramón Baldassini, fue uno de los que pasó, sin escalas del récord de permanencia al frente de la Federación de Empleados de Correos y Telecomunicaciones, en 2017 luego de…. 54 años de servicio al directorio del Correo Argentino. Luis Barrionuevo también superó los 40 años al frente del jaqueado UTHGRA (gastronómicos), Amadeo Genta va por los 37, como los del eterno taxista Omar Viviani, que tiró la toalla la semana pasada. Moyano, Cavalleri, Rodríguez… y siguen los nombres de los representantes que gestionan sus organizaciones durante tanto tiempo que hacen carne el lema de otro vitalicio, Julio Grondona: “todo pasa”.
Entre las muchas razones que explican la bajísima movilidad en las cúpulas de los gremios está el modelo de “negocio” que se alimenta de aportes compulsivos, adhesión semi voluntaria y, sobre todo, la disponibilidad de un flujo de dinero mensual equivalente al 9% de la nómina salarial total del sector. También el entramado de servicios financieros y demás prestaciones que gestionan unidades tercerizadas, oportunamente enmarcadas en la red de relaciones familiares. Un bunker blindado, además, por monopolios legales que hicieron del trabajo reglamentado un feudo infranqueable para los pedidos de flexibilización laboral. La ley de contrato de trabajo, por ejemplo, es de 1975 y en algunas ramas de la actividad, hay estatutos aún anteriores.
Todo este poderosísimo tinglado está a punto de sucumbir por la embestida descoordinada que poco a poco fue horadando lo que parecían sólidos fundamentos del “empleo formal”. El estancamiento económico, las sucesivas crisis macroeconómicas, una inflación dura de matar, la aparición de innovaciones tecnológica en la producción y la distribución y finalmente nuevos hábitos de consumo, terminaron por segmentar la fuerza laboral argentina en tres compartimentos estancos: la administración pública (en sus tres niveles y los organismos autárquicos), el asalariado formal privado y el cuentapropista más o menos precarizado (desde el profesional autónomo hasta el informal). La crisis del coronavirus impactó principalmente en los dos últimos: empresas ahogadas por la desaparición de su actividad o caída en su demanda que sólo no se precipitó en una híper desocupación por las ayudas estatales al pago de sueldos (270.000 empresas ya lo solicitaron) el cepo laboral y el encarecimiento de las indemnizaciones, por un lado y la mengua en la facturación de los autónomos de muchas especialidades. En el mediano plazo, cuando las cuarentenas hayan desaparecido, se sabrá cuántas empresas pudieron seguir en pie luego de haber recuperado su mercado y solucionado sus conflictos comerciales y financieros con la nueva legislación concursal y la moratoria impositiva.
La resolución de este aspecto de la crisis es vital para la apuesta al crecimiento que el Gobierno dice alentar luego de haberse sacado una mochila de encima, con el acuerdo con los principales grupos de bonistas externos. Pero lo que vendrá desde esta primavera serán conflictos cuya resolución impactarán mucho más cerca. No habrá magia, sólo elecciones ante dilemas de similar valor: defender el salario o los puestos de trabajo; aumentar la presión impositiva o congelar gastos; alentar el consumo o el circuito ahorro e inversión; financiar al sector privado para su recuperación o tapar el tsunami monetario con más títulos públicos. Quizás vuelva a ser cierta la propuesta que para salir de un laberinto la mejor salida se encuentra por arriba, en una dimensión desconocida.