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Los escritores y las trampas

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Esta historia es de procedencia incierta, pero conociendo a Macedonio nada indica que no pueda ser cierta. Adolfo de Obieta vivía con su padre, Macedonio Fernández, ya entrado en años. En determinado momento tuvo que emprender un viaje al exterior y, precavido y temeroso, le pidió a una vecina que cada tanto echara una ojeada al viejo.

La mujer bajó un día al departamento de Macedonio y encontró la puerta entornada, pero no entró. Repitió la visita al día siguiente y volvió a encontrar la puerta entreabierta, pero no entró tampoco esta vez. Al tercer día, ya temerosa y precavida ella, decidió abrirla y ver qué pasaba. Del otro lado encontró a Macedonio sentado en un sillón, mirando hacia la puerta, cruzado de piernas, que le decía: “Trampa para rubias”.

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Naturalmente, si de algo sabía Macedonio era de trampas. No estoy tratando de instalar un nuevo paradigma en la literatura macedoniana, Dios me libre, pero veo en toda su obra una sucesión inigualable de trampas. ¿Qué entiendo por trampa? Un dispositivo para capturar o incomodar a un intruso. Los lectores son intrusos, gente que viola el silencio y la tranquilidad de un libro cerrado y se mete en él sin que nadie lo haya invitado a entrar. En muchos casos esos intrusos se apropian de parte del contenido, agrandando su falso anecdotario o haciendo suyo algún pensamiento para impresionar a un amor epistolar. Conocí a un librero que todos los días revolvía en los estantes de los libros de Filosofía, abría un libro al azar y si encontraba alguna frase brillante (los libros de Filosofía están llenos de frases brillantes, a menos que hayan sido escritos por Heidegger) la copiaba en una hoja, y cuando llegaba a su casa se la obsequiaba a su esposa diciéndole: “Hoy se me ocurrió esto…”. Tengo testigos. Hacía eso. Díganme ahora que un lector no es un intruso.

Extendiendo el razonamiento encuentro que en realidad los escritores que me atraen son aquellos que de un modo u otro tienden trampas, es decir, lidian con el lector como lo que realmente es: un intruso. Desde Céline hasta Cortázar, pasando por Arno Schmidt, Henri Michaux, Antonin Artaud, Juan Rodolfo Wilcock, Héctor Murena y Vladimir Nabokov, los escritores que a mi juicio valen la pena son aquellos que en última instancia le complican al lector la apertura y el final, y tratan de hacerle la vida imposible en el juego medio, para usar terminología ajedrecística. El verdadero escritor es aquel que traiciona a su modo al lector, del mismo modo que traiciona a su patrón un cajero de banco encontrando el modo de llevarse dinero a su casa. Se entiende que los bancos pretendan confiar en sus cajeros, pero ¿quién confiaría en un cajero de banco que no hubiera intentado o no tuviera en sus planes robar al banco para el que trabaja? No yo, por supuesto. El escritor que no encuentra el modo de traicionar al lector me cae tan bien como el cajero juicioso y responsable. Puedo soportarlo sentado a mi lado, puedo charlar con él y escucharlo, si es preciso, pero jamás le haría entrega de las llaves de mi casa para que saque a pasear a mi perra cuando me ausento. Es decir que jamás le daría acceso a lo que más amo.