Cada familia tiene su mitología privada, sus leyendas íntimas, sus frases intraducibles. En mi infancia, en mi casa, se escuchaba una rima: “Que asco le tengo al frasco cuando lo masco” (supongo que de allí debe venir mi gusto por los juegos de palabras y el nonsense). Pensaba en eso hace algunas semanas, mientras visitaba una muestra en el museo Rufino Tamayo, en la ciudad de México. La exposición se llama Apariciones fantasmales. Arte después del movimiento chicano, y reúne precisamente una serie de obras y documentos sobre el arte chicano en Estados Unidos. Buena parte de la exhibición es completamente irrelevante. Por ejemplo, una inmensa tela en la que sólo se lee: “Chicanos=olvidados” ¡Cuanta verdad se esconde en esa frase! ¿Pero desde cuándo al arte le importa la verdad? Y así se sucedían las obras, en el paraíso de la obviedad hasta que, en un recodo, apareció algo inesperado. Era una serie de fotos, un conjunto de imágenes de un movimiento artístico chicano en Los Angeles a principios de los 70, comandados por un artista llamado Harry Gamboa Jr. El nombre de ese grupo de artistas-activistas era ASCO, y funcionó hasta bien entrados los 80. En las fotos se ven grafitis (“Herrón Gamboa Gronkie”) o documentos de acciones como cortar una avenida californiana, armar una mesita improvisada con tres o cuatro amigos, tomar una cerveza con guacamole y esperar a ver la reacción de la gente (algunos se acercaban a comer, otros miraban desde lejos, los automovilistas terminaban llamando a la policía).
Hay una profunda incorrección política en ese gesto, una incorrección doble, de ida y vuelta: hacia el norteamericano, refuerza la imagen del latino como diletante, como el que sólo quiere tomar una cervecita y pasarla bien; y hacia el mexicano, pone en cuestión la identidad, el mito del origen, para señalar su lugar como un no man’s land, una mesita en el medio de una avenida perdida en Los Angeles. De manera radical, ASCO expresa una forma de activismo urbano que denota la presencia en la vida real de lo chicano como una cultura fantasma. Hacer visible un fantasma, allí reside el interés de ASCO.
Y mientras pensaba en esto, no podía dejar de recordar una novela del escritor hondureño Horacio Castellanos Moya: El asco. Thomas Bernhard en San Salvador. El libro fue publicado originalmente en aquel país en 1997, y circuló de manera secreta pero firme entre escritores y críticos de todo el continente, hasta que ahora fue reeditado por la editorial Tusquets. Como es conocido, la novela le costó el exilio a su autor, que desde entonces vivió en México, Alemania y varios países más. Pero no es la cuestión política lo que más me atrae del libro, al menos no la política en el sentido convencional del término (cuando la política aparece de una forma no convencional, también se la puede llamar literatura). Lo que me interesa es el uso, la apropiación de Bernhard. Diez o quince años antes, a principios de los 80, la influencia del escritor austríaco causó estragos en la literatura argentina. Algunos grandes novelistas, como el último Saer o el primer Chejfec, apenas fueron salpicados por esquirlas laterales de esa influencia, y así y todo puede decirse que lo peor de su obra tiene que ver con Bernhard. Y ni que hablar de los otros –cuyos nombres piadosamente no mencionaré– que copiaron mecánicamente el método obsesivo, recursivo y machacante de Bernhard como excusa para ocultar su carencia de talento (no tenían nada para decir y se ocultaban detrás de El sobrino de Wittgenstein). Pero en El asco, Castellanos Moya no sucumbe al desastre ocurrido aquí, porque va más allá: no sólo se apropia del estilo de Bernhard, sino sobre todo de su temática: el odio a su país. La fórmula es tan literal como el subtítulo del libro: Bernhard en San Salvador. Casi como una parodia, una ironía, un chiste, un simulacro. La apropiación de lo inapropiable. Tan inadecuado como los fantasmas del asco.