El blanqueo de capitales que decidió encarar el gobierno nacional presentó desde su génesis problemas operativos que no tuvieron que ver con los volúmenes de dinero a ingresar. Cuando el gerente de un alto banco privado de capitales nacionales se enteró de que todas las entidades tenían que validar operaciones de clientes y hasta de terceros sin reportar operaciones sospechosas, se sobresaltó. Se preguntó por qué la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y la Unidad de Información Financiera (UIF) no sondeaban antecedentes primero y luego ellos mismos derivaban los clientes “limpios” a las empresas para que abrieran las cuentas para blanquear. El temor de la banca es natural: no quieren que sus gerentes queden expuestos a juicios por responsabilidad penal en el caso de que algunas de esas amnistías terminen en investigaciones por delitos económicos en el corto o mediano plazo. Desde que estalló el caso FIFA, que involucró a los bancos más importantes del mundo en transacciones irregulares, las entidades argentinas les informan a los organismos de control hasta la más mínima sospecha. Se han enviado Reportes de Operaciones Sospechosas (ROS) hasta de clientes que, por cobrar el aguinaldo, quedaban registrados en el sistema con movimientos fuera de lo normal. A decir verdad, también las amnistías fiscales aplicadas en los años del kirchnerismo jugaron fuerte en la memoria y casi que obligaron a un comportamiento distinto de los bancos. En las dos ocasiones que hubo blanqueos en la década pasada, ingresaron capitales negros hasta del narcolavado que hizo nido en la zona del Delta tigrense y el barrio cerrado Nordelta.
El Fifagate fue el corolario de uno de los miedos que ya venía arrastrando la banca especulativa: las filtraciones de información de fuentes desconocidas, internas, y de banqueros “quebrados”. Tanto respeto adquirieron estas figuras que a nivel local casi todas las entidades garantizaron buenos salarios, premios y bonos de todo tipo y color para aquellos altos mandos que manejaran información confidencial y comprometida. Sobre todo para los ejecutivos de Banca Privada, la división de los bancos de inversión que se ocupa de facilitar esquemas de fuga de capitales sin tributación de impuestos en los países de origen. Semejante decisión está avalada por los hechos recientes. En Argentina hubo dos casos resonantes de ángeles caídos del sistema financiero que denunciaron, que por alguna circunstancia se arrepintieron. El primero, en el año 2008, fue el de Hernán Arbizu, banquero argentino del JP Morgan que fue atrapado cometiendo una estafa de triangulación de dinero entre cuentas. Y que terminó confesando el delito en la Justicia argentina y presentando un listado de cuentas de compatriotas que él mismo ayudó a fugar y evadir dinero. Arbizu fue extraditado este año a los Estados Unidos y colabora allí con la Justicia y el FBI.
El otro caso fue el del europeo Hervé Falciani, jefe de Informática del HSBC Ginebra, quien denunció cuentas negras de casi todos los países del mundo, incluidas 4.040 en propiedad de argentinos. Globalmente no hay muchos más ejemplos de estos whistleblowers, lo que demuestra que la coraza de los delitos de guante blanco aquí y en otras latitudes sólo ha sido penetrada gracias a errores propios de la matriz. Sin los “quebrados”, no habría investigaciones que alcanzaran niveles serios de profundidad. De hecho, el escándalo de Panamá Papers también se produjo gracias a los aportes de un “soplón” del estudio Mossack Fonseca.
* Coautor con Ignacio Chausis de Morgan Papers (Marea).