Hubo un tiempo en que el fútbol no era para todos. La mayoría de la población (en particular, la mitad femenina) no se interesaba en él. Eran épocas felices para los agnósticos de la pelota: no se los aturdía desde los medios ni el Obelisco se llenaba de gente en cada festejo de las victorias nacionales (una costumbre que nace en el mundial del ‘78, cuando el fútbol empieza a ser la fiesta de todos). Pero también eran épocas felices para el hincha: no tenía que discutir con espectadores de ocasión ni los lunes lo esperaban en la oficina para cargarlo si su equipo perdía. El fútbol era una pasión popular, pero selectiva. Sólo el fascismo de la globalización, la información y la mediatización lo ha vuelto obligatorio.
En ese tiempo, nadie escribía sobre fútbol, salvo los cronistas deportivos, que no veían invadido su espacio por forasteros perdonavidas que los intimidan con su formación y su cultura. Los escritores no escribían sobre fútbol porque no correspondía y tenían mejores temas de los que ocuparse. Roberto Arlt, que vio su primer partido a los veintinueve años, se describió en una de sus Aguafuertes... como “un cronista que no entiende nada de football”.
Después, el fútbol se popularizó hacia arriba y hasta los palcos de Boca Juniors se convirtieron en refugios habituales para gente tan elevada socialmente como Mauricio Macri o Héctor Timerman. Y fatalmente, el fútbol empezó a interesarles a los escritores, como parte de un mundo intelectual reorientado hacia lo masivo. Pioneros en la Argentina fueron Fontanarrosa y Soriano, héroes literarios de la izquierda nacional (es una lástima para esa tribu que a Cortázar, como a Hemingway, les interesara más el boxeo). Pero la epidemia se extendió hacia todos los escritores, aun a los insospechables de populismo (aunque todos lo somos a esta altura).
El mejor cuento de fútbol que leí (un género que ya puede llenar una biblioteca) es Buba, de Roberto Bolaño. Lo acabo de releer y no sé si es tan bueno, pero tiene algo que lo distingue. Es la historia de un ex futbolista chileno que recuerda a un compañero de equipo nacido en Africa, apodado Buba y muerto en un accidente, con el que jugó en un equipo que bien podría ser el Barcelona. El día anterior a los partidos, el chileno practicaba con Buba y un compañero español un ritual de magia negra que incluía sangre humana. Años después se pregunta si ese acto, que Buba terminaba de ejecutar sin que los otros lo vieran, fue lo que les trajo en su momento éxito, fama y fortuna. La vida de Buba, su retraída personalidad y el ritual permanecían envueltos en el misterio.
Una mujer, Sonia Budassi, escribió el último libro que leí sobre fútbol. En este caso no es una ficción, sino la crónica de un dificultoso acercamiento periodístico a Carlos Tevez, jugador surgido del corazón de la villa, el más oscuro y fascinante de los ídolos futbolísticos actuales –en todo caso, el más fascinante para quienes no viven en las villas–. Tevez es tan extrovertido ante las cámaras como secreto lejos de ellas, ya que se refugia detrás de una guardia pretoriana que lo vuelve casi inaccesible.
Buba y Apache... parten del mismo problema: develar el secreto de un mundo del que sólo se conoce la superficie. Buba y Carlitos poseen la clave de un origen ajeno al mundo ilustrado. Pero la aldea africana o Fuerte Apache son también una metáfora del fútbol mismo visto desde afuera. En Buba aparece otra mujer, una cantante brasileña que resuelve el misterio del futbolista en dos palabras: No había ninguna magia, dice, sino que Buba sufría mucho y estaba loco. Budassi simpatiza con el objeto de su obsesión y lo trata con cuidado. Pero llega a una conclusión parecida sin decirlo. No es que Tevez esté loco ni que sufra, pero tampoco hay nada que valga la pena en su secreto.