Algo me lleva ahora al comienzo de Los heraldos negros, poema del peruano César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!”. Es, tal vez, Vallejos, el poeta al que recurre la tristeza cuando no sabe ya qué decir. El encontró las pocas palabras que caben en determinadas ocasiones. Las escribió de tal modo que no hay más, no entran más que ésas: “... golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé”.
Un día se muere Alfredo Alcón, a la semana siguiente Gabriel García Márquez y el formidable golpe que lanza el destino retumba en el parlante del pecho. Algo se ha ido, perdido, para siempre. Ya pasó antes. Entre fines de mayo y principios de julio de 1992, en poco más de un mes murieron Atahualpa Yupanqui y Astor Piazzolla. Y volverá a pasar. El tema no es la muerte, sino el vacío, la ausencia.
Queda la obra, se dirá, sí. También nosotros, los huérfanos de ellos, para escucharlos, releerlos y volver a recrearlos en los aniversarios. Pero no, no es eso, es lo definitivo, lo que ya no será. Puedo escuchar todavía, ahora, por ejemplo, a Alfredo Alcón cuando me dice, casi con una sonrisa, que le habría gustado ser un hombre “líquido”. Como el agua, me explicaba, con esa voz suya, “que se enfrenta a un muro y lo rodea hasta que encuentra por dónde seguir”. Evitar el muro. El propio miedo, la opinión ajena, los prejuicios, el poder, la censura.
Hay, de ellos, registros fílmicos y sonoros. El discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura que García Márquez escribió y leyó en Estocolmo en 1982 está en internet. Se lo puede ver y escuchar, y se debería volver a él cada tanto. Es una crónica breve y perfecta. El periodista y escritor fusiona sus oficios. Resume la historia latinoamericana y descubre el manantial de su imaginación. Pero no, no es eso. Ya no habrá estreno con Alcón. Quizá, sí, textos póstumos de Gabriel García Márquez, hasta que las palabras dejen de gotear letras.
Cuando se mueren personas así, sólidas y líquidas, las invisibles lágrimas desprenden piedras húmedas en los cimientos de lo que nos constituye. Llamalo “cultura” si querés, en el sentido sencillo de Elliot, “todo aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida”. En sus muertes duelen todas las muertes de los que no deberían morir antes de tiempo. Es un dolor que va y viene, fuerte, leve, débil, intenso, extraño.
Raro. Un dolor que, de pronto, por nada, porque salta el nombre de un vulgar insolente en un titular de diario –Aníbal Fernández, Luis Barrionuevo–, o por una imagen o una voz –Aníbal Ibarra o Ricardo Jaime, o Schiavi–, de tipos vivos que todavía hablan, te ataca, te remuerde, te recuerda a los pibes muertos en Cromañón, los trabajadores y estudiantes muertos en la tragedia de Once, el muerto en Wilde, el pibe allá, agonizando de paco, la inmedible indigencia, la inabarcable pobreza, aquel jubilado asesinado, el crimen del laburante tal. Un dolor feroz que evoca en su extensión todas las vidas robadas durante diez, quince, veinte, treinta, cuarenta años.
“Yo no sé...” Vallejo, qué tendrán que ver los muertos nobles con los vivos ruines. Basta ver las despedidas para unos, las honras, el cariño, el homenaje sentido, sus nombres que perduran en el reclamo de justicia, para entender lo que han sido y significado para quienes compartieron con ellos un rato de aire que nos toca. Tal vez, el dolor recuerde eso, el “desencuentro” con la vida del que hablaba Cátulo Castillo en su tango –“¡Qué desencuentro!/¡Si hasta Dios está lejano!..”–. A modo de consuelo hasta que esto cambie de una vez, debés saber, dolor nuestro de cada día, que nada quedará, en cambio, de esos vivos en la memoria de nadie.
*Periodista.