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Los nuevos villeros

Aquí, en los campos del Oeste, hay dos procesos simétricos: la proliferación de barrios privados que ponen a vivir entre nosotros a los nuevos ricos, con sus arquitectos y sus autos caros, y la multiplicación de barrios precarios, donde viven quienes trabajan para los anteriores.

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Aquí, en los campos del Oeste, hay dos procesos simétricos: la proliferación de barrios privados que ponen a vivir entre nosotros a los nuevos ricos, con sus arquitectos y sus autos caros, y la multiplicación de barrios precarios, donde viven quienes trabajan para los anteriores. En el medio quedamos los que no somos ni una cosa ni la otra: ni ricos, ni empleados suyos, los viejos vecinos, transformados, por obra y gracia de la modernización salvaje (es decir: sin planeamiento ni control), en los nuevos villeros, de acuerdo con la horrenda dialéctica del interior-exterior y la metafísica del límite que se nos impone: adentro están los que pertenecen y tienen derechos; afuera, los desprovistos de todo (incluso o en particular de esperanza). La misma dialéctica que fue varias veces recusada por la filosofía (Foucault y Barthes, entre tantos otros) vuelve hoy con toda la fuerza bruta del capitalismo postindustrial para construir ciudadelas amuralladas. Sin el impulso utópico, claro, de sus antecesoras (Bérgamo, Toledo), lo que brilla en estas urbanizaciones cerradas es una pura lógica concentracionaria que asusta, sobre todo cuando viene acompañada del prejuicio y el uso irreflexivo de recursos.
Llevo unas sábanas al lavadero. “¿Qué unidad?”, me preguntan. “Ninguna, soy de afuera”, digo. Pido una pizza por teléfono. Se niegan a traerla “por seguridad”. “Podemos llevarla hasta la puerta de San Patricio”. Contesto: “Si tengo que sacar el auto para ir a San Patricio, prefiero comprar la pizza en un lugar donde la hagan mejor”. Y cuelgo.
San Patricio es el penúltimo barrio privado de la zona. Para mejor comunicar a sus habitantes con la civilización, los fundadores de la urbanización (y dueños del colegio que da nombre al barrio, el St. Patrick School, de prestigio pedagógico que sospecho inmerecido) tendieron el asfalto desde la Autopista del Oeste hasta la entrada misma del complejo, a lo largo de dos kilómetros. La avaricia determinó que dejaran sin asfaltar las dos cuadras posteriores, a cuya vera se apiñan las casas que los arquitectos han mandado pintar de un horrendo color celestito. Como esas dos cuadras son para mí el índice de una mala relación con el entorno y de una pobre conducta ciudadana, cada vez que puedo paso con el auto muy rápido, levantando densas nubes de tierra que, en mi fantasía de villero, irán a depositarse sobre los “muebles de Tailandia” que los moradores habrán comprado en algún shopping. Un poco más allá, en el kilómetro 47, han comenzado las obras de las 165 hectáreas de Terravista (“Una proclama de individualidad”). Hace algún tiempo fuimos a visitarlo, simulando algún interés en una parcela. Entre las delicias que se ofrecen al comprador, figuran cinco lagunas que serán alimentadas con “agua de las napas”.
Nosotros, aquí en la villa, dependemos de la calidad y cantidad del agua de las napas porque no tenemos agua corriente ni expectativas de poder acceder a ese privilegio. Me subleva que algún funcionario corrupto de cuarto o quinto orden haya puesto el gancho en un proyecto semejante sin evaluar los perjuicios para los vecinos que semejante delirio paisajístico puede provocar. Todavía no se me ha ocurrido ninguna estratagema para canalizar mi resentimiento. Algo se me ocurrirá.