El masoquismo residual me llevó a ver Birdman, la película ganadora del Oscar. Digo residual porque antes veía todas las nominadas para después seguir la ceremonia, nociva adicción que merecería un grupo universal de autoayuda para las víctimas. Pasada esa etapa, estoy en la más benigna de tentarme cada año y ver el premio mayor.
Por razones completamente diferentes (fui jurado en el Festival de Las Palmas) este año me tocó la yapa y vi otro Oscar: Citizenfour, mejor largometraje documental. La coincidencia sugirió una idea: que los premios están equivocados porque Birdman es un documental y Citizenfour una ficción. No voy a entrar aquí en la historia de los cruces entre ambos formatos, ni en su paulatina convergencia ni en la ambigüedad de su definición (que Godard ya atribuía a un malentendido sobre Méliès y Lumière) ni a la paulatina dificultad para advertir si una película es un retrato, una recreación o una interacción entre mentiras documentadas y verdades inverosímiles, ni si un personaje del cine es un actor profesional, un amateur que hace de sí mismo o un dibujo animado. Eso pasa todo el tiempo. Pero en el caso de Birdman y Citizenfour hay algo especial.
Birdman, de Alejandro Iñárritu, parece en principio una ficción purísima: el protagonista tiene superpoderes como los del personaje que alguna vez encarnó en la pantalla, el relato recicla historias de Broadway con sus aspiraciones artísticas de medio pelo y chismes de bambalinas. También es un homenaje al cine popular y sus estrellas, al mundo del espectáculo unido que jamás será vencido. Pero la película es sobre todo un himno a la tecnología que hoy permite enlazar el pasado, el presente y el futuro en una toma única y convertirlos en uno, como el ser de Parménides. Birdman es tan documental que no tiene otro tema que el de su realización, el de la (no tan inesperada) “virtud de la ignorancia”, que le permite reproducir hasta el infinito y combinar sin límite sus tomas ampulosas y sus situaciones de sitcom. Birdman es el cine poniendo a prueba esa tecnología y sus clichés, experimentando con los límites de su banalidad sin salida. Birdman, autocelebratoria como suelen ser las películas Oscar, es un documento perfecto de la no realidad.
Citizenfour, de Laura Poitras, sería el documental perfecto: la revelación de un secreto de Estado contada por su protagonista: Edward Snowden, el desertor americano que reveló que la inteligencia de su país escucha las conversaciones de todo el mundo. Es fácil advertir la destreza actoral de Snowden y las técnicas ficcionales utilizadas en el film. Pero más allá de esos recursos habituales del documental televisivo, Citizenfour es parte del outing de Snowden y sus revelaciones. Snowden es el coautor de la película, no su sujeto. Poitras y él la utilizan como refuerzo de una operación cuyo objetivo es la defensa de los derechos civiles y que se apoya paradójicamente en la hospitalidad de países que los desprecian olímpicamente. Y hablando de olímpicos, fue Leni Riefenstahl quien creó la superchería de que la propaganda política podía ser otra cosa que ficción. Parece absurdo decir que El triunfo de la voluntad y Citizenfour se parecen, pero tienen una característica en común: sus materiales no existen con independencia de las películas.