Entrenado en el arte de defender su bolsillo, el hombre de a pie no precisaba de las estadísticas para encender sus luces de alarma cuando los precios corrían más que su salario. Como el asado, el fútbol o el dulce de leche, la inflación está integrada definitivamente a las tradiciones ciudadanas. La invitación reciente del Presidente a descubrir los artífices de la manipulación política de los índices para ponerlos en contra del cambio que recién empieza es tan vulnerable como la declaración de las cámaras empresariales de que las mediciones del INDEC merecen el ISO 9000. Un pequeño desliz, seguramente amparado en las urgencias financieras y la lealtad surgida de una madeja de regulaciones, licitaciones y la, hasta ahora, inagotable billetera electoral.
Este era el último guarismo que agitaría la opinión pública antes de las elecciones de fin de mes. Luego todo volverá a la normalidad, o bajarían los decibeles de la larga historieta de algo tan conocido como medir los precios. Quizás también marca un punto de inflexión en la actitud del Gobierno frente a la inflación, intruso en su plan productivista.
Conviene recordar que en la salida del gabinete de Roberto Lavagna, hace ya casi dos años, se argumentó en su contra la estampida de algunos precios. Luego se aplicaron, sucesivamente, los acuerdos “voluntarios”, las prohibiciones de exportación, los subsidios para paliar la brecha con el ascendente mercado internacional y, por último, acción directa en el INDEC.
Lo último está más fresco: relevos, marchas y paros de los empleados, sugerencias más o menos sutiles con los entes provinciales para que los precios locales se disciplinen con los del Gran Buenos Aires. El futuro depara alternativas diversas pero apoyadas sobre el agotamiento de táctica actual y una nueva metodología para medir la inflación.
Task-force. La idea de despegar a la variable más sensible a la opinión pública argentina de los vaivenes de los mercados pronto encontró eco en el Gobierno, e incluso en la task-force de la candidata oficialista. Para ellos, refundar la credibilidad del organismo estadístico pasa por un acuerdo acerca de la forma de medir los precios que haga menos ruido, como el ahora meneado core-inflation.
Para desarmar rápidamente la alquimia estadística, vale aclarar que cuanto más se limpie de artículos volátiles la canasta del IPC, también irá perdiendo representatividad. Se movería poco y nada, pero no se le prestaría atención.
En los manuales se habla de que la inflación puede ser originada por un exceso de demanda o por una estructura de costos (o salarios) cartelizada o “importada” de los mercados internacionales.
Los inconvenientes actuales poco tienen que ver con el discurso oficial de un complot para modificar un indicador electoral clave. Quizás sí por una explotación intensiva de estas cifras por los candidatos opositores. ¡Bienvenidos a la lógica electoral!
Sin embargo, la idea de desterrar artículos que “contaminan” de dinamismo el termómetro poco tiene que ver con la Argentina. Nuestro país tiene una suerte y una desgracia: los precios de los productos que exporta subieron más de 30% durante la gestión K, y el menú popular consiste en buena parte de lo que se vende fuera. Por lo tanto, un índice que no contemple derivados de cereales, carnes o vegetales tampoco tendrá peso en saber la evolución del costo de vida.
Pero para que exista inflación, es necesario el combustible monetario. No la origina, pero el conjunto de presiones termina cristalizándose en un aumento de la cantidad de dinero y el consiguiente traslado a precios. Allí juega un rol importante la política cambiaria del Gobierno: haber aumentado la paridad del peso más de 10% desde 2003 ($ 2,80 a $ 3,15 por dólar), mientras la divisa se desplomaba frente al resto de las monedas, tuvo como contrapartida la intervención directa con los excedentes del Tesoro por las retenciones.
Para aceptar la dinámica de la economía, primero hay que entenderla. La inflación no se produce porque suben determinados bienes sino porque no bajan otros. Los productos estacionales varían en función de cosas incontrolables, como el clima o, en el caso argentino, el humor de los mercados de commodities. Así, el tomate se transforma en la frutilla del postre, no en el multiplicador de una conspiración “anti-K”. En una economía que por cinco años crece al 9% anual, en que los salarios de poco más de la mitad “blanca” de la fuerza laboral crecen al 22% anual (julio 2006/2007), en que los términos del intercambio mejoraron 25%, se acumularon reservas más allá del superávit fiscal para comprarlas y la tasa de inversión, más estatizada y regulada, no solventa más que 5 o 6 puntos de expansión, tener una inflación de 18% es un éxito. Pretender un IPC de un dígito, una utopía. O cinismo total.