La tarea de un narrador es solitaria. Solamente él es responsable de los aciertos y los desaciertos de la historia. Quizá por eso de vez en cuando me tienta el cine, que me permite salir de ese autismo de la narrativa y entregarme al vértigo del trabajo en equipo. Hace un año escribí junto a Carlos Sorín el guión de la película La ventana, que se acaba de estrenar. Se sabe que la historia del cine es, en general, una serie de proyectos faraónicos truncos. Hay demasiadas cosas que pueden salir mal, o dicho de otro modo, para que una película salga bien hay demasiados factores que deben fusionarse en una alquimia casi imposible de lograr: dirección, actores, fotografía, escenarios, guión, sonido, música, plata... Eso es parte del atractivo y es a la vez la pesadilla del cine, donde el trabajo de un guionista es sólo uno de los tantos aportes a todas esas voluntades que se encuentran al final en un logro conjunto. Sorín sabe orquestar todo ese caos. Los pocos días que asistí a la filmación, además de comprender que mi tarea durante el rodaje era básicamente apartarme del camino de la cámara, descubrí la dimensión del trabajo de concretar miles de detalles, tanto los esperados como los inesperados. Un ejemplo: en uno de los planos panorámicos se coló un tractor, al fondo. Como era el último día de filmación, el sonidista tuvo que ir en mitad de la noche a grabar el sonido del tractor en medio del campo para poder insertarlo luego en la banda de sonido. ¿Hacía falta? Sí, hacía falta, porque es la suma de todos esos esfuerzos lo que se combina y se pone en juego para que, cuando las cosas salen bien, se alineen los planetas durante los ochenta minutos que dura la película.