Acaba de aparecer El hombre al que amó y otros cuentos dispersos, un nuevo libro de relatos de John Cheever. ¿Un nuevo libro? Depende de qué se entienda por el término novedad, ya que el volumen, en verdad, fue editado por primera vez en inglés en 1994 y, en castellano, en 1996. Pero ahora se distribuye en la Argentina. ¿A qué se debe semejante acontecimiento, que hasta ahora ha pasado más o menos inadvertido? Lo más probable es que esta edición de Punto de Lectura (Alfaguara) se haya visto impulsada por el mediano éxito que han experimentado las reediciones de los Relatos I y II, de las novelas y los Diarios del escritor estadounidense que Planeta, dueña de los derechos de casi toda su obra en español, puso en circulación en los dos últimos años.
En El hombre que amó… se reúnen trece cuentos escritos por Cheever para revistas entre 1931 –cuando apenas tenía diecinueve años– y 1942. Y lo primero que llama la atención en el libro es el interesante prólogo de George W. Hunt, amigo del narrador. Allí no sólo se describe la manera de concebir relatos de Cheever (algo así como una máquina de convertir en ficciones todos y cada uno de los sucesos de su vida), sino la enorme influencia que la literatura de Ernest Hemingway –tan en boga durante los años 20 del siglo pasado– tuvo sobre él y sus compañeros de generación. Admiración que, advertimos en el prólogo, sería retribuida con el correr de los años, cuando Hemingway leyó aquella obra maestra cheeveriana llamada El marido rural –cuento que deslumbró, entre tantos otros, también a Vladimir Nabokov y Truman Capote.
La primera sensación, al comenzar con la lectura, es de fugaz decepción. No hay nada, en los primeros cuatro textos, que ayude a adivinar el talento que Cheever exhibiría más tarde, y que lo llevaría a obtener el Premio Pulitzer en 1978. Se trata de cuentos que no superan la calidad media de un voluntarioso alumno de taller literario. Poco y nada, hay que decirlo, ayuda la tremendamente desprolija edición del volumen, repleta de erratas, y nombres de personajes que cambian, por trasposición de caracteres, de una página a otra. Los errores son tantos (ni siquiera la página de legales se salva: “Se termió de imprimir en septiembre de 2007 en General Palleja 2478, Montevieo, Uruguay”) que si no se supiera que detrás se encuentra un libro de Cheever, cualquier lector estaría en condiciones de reclamar, con buenas expectativas de éxito, la devolución de su dinero. Hay, claro, pequeños fulgores. Lacónicas y breves pinceladas descriptivas en las que va apareciendo el genio conocido: “Debía ser uno de aquellos pueblos insignificantes que se ven en la noche desde la ventana del autobús con la droguería iluminada”; “Era un hombre joven, pero la intensidad y expectativa del tahúr incorregible habían comenzado a marcar líneas en su rostro”; “Las lámparas colgantes duplicaban la avidez de los rostros de los jugadores y el aire parecía, literalmente, oler a dinero”. Y todo comienza a acomodarse con dos relatos que funcionan como bisagra, Autobiografía de un agente viajero y De paso, que abren el camino a lo mejor del libro: los cuentos Su joven esposa, Saratoga y El hombre al que amó, tres relatos ambientados en el mundo de las carreras de caballos y apostadores (un contexto al que Cheever no regresará en su literatura posterior), y que hacen pensar que el volumen bien podría haberse llamado Cuentos del hipódromo.
Es la felicidad que deparan estos textos, donde ya se reconoce al escritor que es consciente de sus virtudes y ha encontrado su propia voz, lo que hace olvidar el fastidio de tener que leer un libro con un lápiz en la mano, cansado de marcar errores.