“¿Viste que en el último de la tía hay un tema que dice Si querés matarte, matate? Es como Moria con Si querés shorar, shorá”, le digo a mi novio. Responde: “Es Morriasey”, y reímos. Luego, me pregunto en solitario: ¿Cómo llegué a decirle “la tía” con tanta naturalidad? Los recuerdos relacionados a Morrisey empiezan a comparecer desde el pasado como para darme la chance de elaborar una respuesta. Me veo terminando una adolescencia en las que sus discos solistas habían sido una banda sonora privilegiada y leyendo una entrevista a Martín Rejtman donde el periodista le pide que elija un artista, sólo uno de cualquier rama del arte y, en vez de ir por otro director o escritor, lo elige a él. Me veo indignada, en 2008 o 2009, ante un artículo en el que se jacta de su condición de inglés puro y se queja de los pakistaníes que han cambiado la “fisonomía” de Londres. Me veo en 2012, corriendo como una energúmena para ubicarme bien adelante en un recital que da en GEBA, suena “The First in the Gang to Die” y pienso, mientras avanzo a los codazos, que es una de las canciones de melodía más alegre y letra más triste que conozco. Me veo un poco emocionada, en el mismo recital, cuando se saca la camisa mostrando sus flotadores y dice, en un castellano chapuceado, “Las Malvinas son argentinas”. Me veo opinando, frente a amigos que me oyen mencionarlo como “la tía” sin sorprenderse, algo sobre cada uno de sus discos, los que me gustan y los que no, y ahí entiendo todo.
Hubo parientes a los que adoré en la niñez y rechacé al corroborar, de grande, que nos separaba un abismo ideológico. Hubo parientes odiados en la infancia a los que comprendí y admiré al crecer. La intensidad de mi relación con Morrisey actúa de la misma manera; es esa madre venerada y detestada, ese abuelo sabio en su error o equivocado en su sabiduría.
Es, a fuerza de haber estado ahí todos estos años, lo mismo que un pariente. No importa que él no lo sepa.