Luego de la grotesca inauguración –que pareció la de una unidad básica– y una vez que
se hubieron retirado los funcionarios, el Festival de Cine de Mar del Plata comenzó a funcionar
regularmente. Con su fiel audiencia de jubilados y estudiantes, la muestra sigue cumpliendo una
función esencial, aunque tal vez un poco oculta entre otras más vistosas: es una de las últimas
oportunidades para ver en una sala llena la obra de algunos artistas demasiado excéntricos,
demasiado personales y demasiado independientes como para acceder a una distribución en mayor
escala.
Para ser sincero, no creo que esto dure mucho tiempo más. No imagino en el Estado la vocación
de hacer feliz las vacaciones de los cinéfilos. Como vehículo de la propaganda oficial es mucho más
efectiva la Copa Davis, un asunto de interés patriótico, que la selectiva euforia que provoca la
visión de las últimas películas de Terence Davies, de Takeshi Kitano o de Abel Ferrara. Elijo estos
tres nombres porque vi sus filmes en los días que precedieron a la redacción de esta nota y porque
el trío tiene en común una especie de fiebre creativa desbordante, absolutamente inusual en una
disciplina cada vez más escasa en materia de pasiones excesivas.
Time and the City, de Terence Davies (Gran Bretaña, 1945), es el homenaje más radical que el
cine haya dedicado a una ciudad. Davies evoca Liverpool mediante un abigarrado poema visual, en el
que su propia voz y sus propios versos potencian el montaje virtuoso del material de archivo.
Davies, el más ignorado de los cineastas geniales, está loco. La Inglaterra a la que alude con un
amor infinito es la de su infancia, la Inglaterra de la posguerra atravesada por la fealdad, el
racionamiento y la pobreza, la de los sabañones, la monarquía farsesca y las canciones del music
hall como único consuelo. Davies vuelve una y otra vez a ese espacio en el que su educación
católica y las leyes penales atentaban contra el despertar de su homosexualidad, a ese mundo de
tremendos terrores individuales y de ingenuas celebraciones colectivas. Es tan excéntrico que su
desgarradora nostalgia por el pasado tropieza con los Beatles, a quienes considera los asesinos de
la música popular y sobre esos años grises construye una catedral de celuloide.
Aquiles y la tortuga, de Takeshi Kitano (Japón, 1947), es la obra de otro loco. Cómico
popular famoso en su país, con el berretín de ser pintor y cineasta pero con el eterno temor del
autodidacta de no ser lo suficientemente apto para su tarea, Kitano recrea su dilema personal a
través de Machisu, un pintor frustrado que está dispuesto a dejar la vida por el arte pero no logra
el menor reconocimiento. Kitano hace algo que el cine impide casi por naturaleza, que es mostrar la
obra real de sus artistas ficcionales y para eso exhibe su propia obra, una colección interminable
de cuadros y de ideas de action painting. El arte de la película es real y no simulado, y la
película misma es una prueba más de la valentía como artista de este personaje frontal, desinhibido
y prodigiosamente modesto.
Abel Ferrara (EE.UU., 1951) está loco también y en Chelsea on the Rocks cuenta la historia
del famoso Chelsea Hotel eligiendo sólo sus tragedias, sus fantasmas, sus excesos y sus muertos.
Ferrara, viejo inquilino del lugar, es el gran artista de la desesperación contemporánea, de la
falta de límites, de la nostalgia por un desenfreno cuya imposibilidad actual resulta el mayor
síntoma de la infamia de la era Bush. En Ferrara, capaz de hacer cine como quien improvisa con
prodigioso talento un instrumento musical, hay un deseo que excede completamente la nostalgia y es
el de la libertad sin límites de la cual el hotel fue el símbolo perfecto y de la que terminó
siendo su último baluarte.
Necesitamos un festival de cine y su particular atmósfera comunitaria para que los Davies,
los Kitano y los Ferrara no terminen desapareciendo de nuestra vida.