Agrego aquí algunas ideas ante la estimulante propuesta de Antonio Cafiero de volver a la reflexión y las definiciones.
Tres son, a mi juicio, los peronismos, y pienso que no es bueno confundirlos. El peronismo fundador, claro está, es la doctrina formulada por Perón, y –tan importantes como la misma–, las realizaciones por él efectuadas. Evita, a su vez, “puso la cuota de amor y fanatismo que necesitan las grandes causas”, como dijo el mismo General.
El complejo proceso peronista, con sus transformaciones profundas, y con la adhesión que obtuvo, modificó el país, y constituyó –y acaso constituye hoy, potencialmente– un proyecto nacional. La clase trabajadora, que adquirió protagonismo, conformó su columna vertebral, asociada con una burguesía nacional industrialista, mientras que todos los desheredados tuvieron, a través de Evita, voz y presencia.
Síntesis y actualización de ese peronismo fundador es el texto “Modelo argentino para el Proyecto Nacional”, verdadera herencia de Perón para sus continuadores, un documento no casualmente olvidado.
El segundo peronismo es el del sentimiento popular, el del recuerdo amoroso hacia el líder, el del disciplinado voto “del palo” a pesar de traiciones y desvíos, que reúne millones de voluntades tantos años después de la muerte del general Perón. Sentimiento que se transmite en forma familiar y cultural –por el sindicato, por el periodismo– y que hace peronistas netos a hijos y nietos que no conocieron personalmente al fundador. Este es el peronismo que con su apoyo masivo posibilitó los avances, a pesar de la férrea oposición oligárquica; el que gestó la Resistencia y el que logró, con su lealtad y su lucha, el regreso. Es también, el peronismo de la esperanza: esperanza de realización nacional integral y de plena justicia social. Es un peronismo que apunta al futuro, y que merecería conducciones ajustadas a la doctrina y los anhelos populares.
El tercer peronismo lo constituyen las diversas burocracias: los dirigentes, jefes políticos, gobernantes u organizaciones de base originados en el Movimiento, cuyas propuestas y políticas pueden acercarse mucho o poco, o traicionar incluso la doctrina y la esperanza del pueblo peronista. La traición la vivimos en forma integral con Menem, que desde adentro hizo política liberal, lamentablemente tolerada y hasta apoyada por gran parte de las burocracias partidarias.
Que el justicialismo sea un movimiento, y no un partido, es lo que posibilita las diversas corrientes propias de un frente policlasista, necesario para fortalecer políticas que tocan grandes intereses nacionales y extranjeros. Es inútil apelar a elecciones internas del partido supuestamente unificador, porque un sector fuerte, si es desplazado, apelará –como ya ha ocurrido, exitosamente– a nuevas siglas, y requerirá el voto peronista desde diversa denominación.
El panorama de hoy es de enorme pobreza: no aparece un peronismo liberador, y las banderas pasan por formulaciones terminantes como las de Pino Solanas, y de ninguna manera por la defensa ante supuestos actos destituyentes, por genéricos –y correctos– apoyos a la producción rural, por formulaciones de limitación regional o por misteriosos acuerdos que podrían reflotar fortalezas electorales hoy derrotadas.
El pueblo peronista observa y espera. Podría garantizar un determinante apoyo transformador si existiera el sector con el empeño de iniciar el proceso de la liberación nacional y social que esperamos.
*Ensayista, autor de La encrucijada argentina. Verdad y mentira del sueño peronista.