Con el aislamiento y el cierre de los bares, más los toques de queda en diferentes horarios (de este lado del río a las 18, del otro a las 20), los alcohólicos de esta región quedaron a la intemperie.
El condado de Yoknapatawpha francés está dividido por un largo puente con arcadas por el que corre el agua tumultuosa de La Loire. Siempre que lo cruzo pienso en los muertos medievales en el fondo del río. Las paredes marcadas por las crecientes más altas, el 7 de septiembre de 1866 el río enterró el pueblo.
Desde que comenzó el virus, los célebres alcohólicos de la región se quedaron sin su único lugar de pertenencia: las cavernas etílicas. Ni en las boutiques, ni el banco, ni en la iglesia, ni en la biblioteca municipal son bien recibidos.
El odio es mutuo. No son los alcohólicos de París, tampoco los de las periferias de las grandes ciudades. Son los alcohólicos hijos de los hijos de los hijos, largas descendencias que nacieron y murieron en estas tierras de viñedos al borde del llamado “último río salvaje de Europa”, la oveja negra, el adolescente rebelde.
Con las cantinas tapeadas y los barriles vacíos me pregunto dónde estarán. Las casas son estrechas y tienen pequeñas ventanas de monasterio, del siglo XVIII. En algún momento pensé que se reunían a escondidas a beber en los bosques, pero están nevados.
Cuando salgo a caminar como una sonámbula veo en la oscuridad manos que arrojan botellas a los contenedores, cientos de botellas vacías y solitarias.