¿Tirarme del Sarmiento o comprarme un auto? Opté por lo segundo. Es más caro. Y contamina más. Salvo que tomemos en cuenta cuánto contamina las almas viajar colgado. Así que ingresé en un mundo de cuya existencia hasta ahora sólo tenía señales intuitivas.
Las dimensiones de la Ciudad cambian desde un auto. Los peatones –que antes tenían razón– son una mafia organizada para volverte loco. Las bicicletas, veneno del pavimento. Los taxis, escarabajos lascivos que no usan luces de giro ni balizas. De los carritos a tracción humana que se roban la basura del pobre Macri no digo nada; no quiero politizar este sabatino comentario. Y callo sobre los colectivos.
Yo siempre supe manejar, pero mi papá tenía un taxi y nunca fui a sacar el registro, porque debía dar el examen profesional y saber –por ejemplo– cómo llegar desde la calle Mom hasta Cádiz y Avalos. En tiempos de emergencia vial, al 40 por ciento lo bochan en el psicológico: copiás unos circulitos en un papel y ellos deducen si estás loco. (A los que vi fallar ya se les notaba en la cara.) Las preguntas del teórico son capciosas, pero en el curso ya te dicen dónde hay trampa: ¡hacelo! ¿Y el examen de manejo? La maniobra decisiva (un ocho en marcha atrás) es una osadía que –si hiciste el curso lo sabés– está muy prohibida en la vida real. ¿Saben a cuántos metros de un garaje se estaciona por ley? Me guardo la respuesta. Igual no me la creerían en la vida real.
Así que di mi examen entre púberes. Sus papás los esperaban con un abrazo tras los caballetes. Yo me volví del Autódromo solito. Mi padre murió repentinamente, hace tiempo, así que no me esperaba. Al menos no allí, tras los caballetes. Miro mi foto en el carnet nuevo. Ya estoy grande. Y ya me parezco cada vez más a él.