Prácticamente todos los años, aproximándonos a marzo, los argentinos nos enfrentamos a una incertidumbre que hemos convertido en el clásico anual del final del verano: el comienzo de clases. Sindicatos y autoridades suben al escenario y discuten airadamente por el salario y las condiciones de trabajo de los docentes. Todos nosotros, en una suerte de auditorio virtual, asistimos a una especie de comedia musical que repite la misma letra y música del año anterior (y del anterior y el anterior), donde las amenazas se reiteran hasta el hartazgo y las notas desafinadas se escuchan con estridencia: huelga y descuento de los días no trabajados parecerían ser las muletillas que más se hacen escuchar (y, lo que es más triste, puestas en ejecución no aportan solución alguna al daño que la situación creada supone).
Esta realidad ha afectado a 11 millones de alumnos de nuestro país y año a año descuartiza la garantía estatal de asegurar calidad y equidad educativa en la Argentina. Perder un día de clases es grave, y más grave es perder todos los años días de clases con igual “música de fondo”. Es que un paro docente debería ser la excepción de una excepción, no una costumbre. ¿Por qué? Porque justamente no dar clases significa cercenar el derecho de los niños a educarse. Negarles un día de clases es dejar de alimentarlos, es negarles su comida, es afectar su nutrición, es dañar su salud. Y los más afectados (que hoy alcanzan la vergonzante proporción del 48% de la franja de la población con edad escolar) son los más necesitados.
Y esto no es sólo responsabilidad de los sindicatos. Las autoridades son también responsables y deben hacer todos los esfuerzos, todos, para que esto no suceda. Y hacerlos a tiempo. Porque la educación es prioridad, y la retribución y las condiciones de trabajo de quienes tienen la mayor responsabilidad en la enseñanza son un tema crítico. Justamente es crítico porque la instrucción depende, en gran medida, de los maestros. Son las autoridades quienes les otorgan esta responsabilidad de educar bien.
Por eso no es posible que, faltando apenas unos días, no sepamos si comienzan o no las clases. Reclamemos por el derecho de aprender de nuestros hijos y pidamos que nos escuchen. Falta nuestra voz en esa mesa de discusión. Pidamos que todos hagan un esfuerzo extraordinario para que las clases comiencen y que se analicen todas las opciones, todas, para alcanzar un acuerdo. Uno de los objetivos de ese acuerdo debería ser fijar un salario digno que recupere los atrasos que correspondan y que prevea su ajuste para no repetir en marzo próximo la misma historia. Pero este objetivo de alcanzar una remuneración digna no es autónomo. Es obvio que si para la gran mayoría de los argentinos y de sus dirigentes políticos la educación es un tema de suma importancia, quienes se ocupan especialmente de impartir educación en las escuelas deben cumplir su tarea con profesionalismo acorde a esa relevancia.
Y éste debería ser también el segundo gran objetivo de este acuerdo: fijar las bases de exigencia y monitoreo que la responsabilidad de educar supone. Pero una vez fijadas las pautas de los objetivos aludidos, el salario docente del profesional que cumple su tarea debe ser un buen salario. Es una hipocresía sostener lo contrario, así como también es una hipocresía hacer política con una huelga docente. A la conocida frase “Para aquellos que creen que la educación es cara, que prueben con la ignorancia” deberíamos los argentinos agregarle “pero sin hipocresía, por favor”. Por eso es importante que padres y ciudadanos nos comprometamos más con la buena educación que pretendemos para las generaciones que nos sucedan y gritemos bien fuerte por el derecho de aprender. No hacerlo también es caro y, aun más grave, es de mala educación.
*Presidente de Educar 2050.