En el número anterior de este suplemento, el vecino Tabarovsky se preguntaba si no habría que mirar al centro o a la derecha moderada para sostener el pensamiento de izquierda. Por mi parte, me gustaría dar un par de ejemplos que apuntan en una dirección completamente distinta y sugieren que cada vez entendemos menos dónde están la derecha y la izquierda. Alejandro Rubio es un poeta argentino (un muy buen poeta cuyo lenguaje, al decir de Daniel García Helder, se caracteriza por la violencia y la precisión “en ese orden”) que, como es tradición entre los poetas, tiene la costumbre de espantar a los burgueses. Para intervenir en los debates de cierto blog que anima con sus comentarios iconoclastas, Rubio, que se declara peronista, marxista y oficialista, ha elegido como seudónimo “Maiakovski”, el poeta y propagandista de la Revolución Rusa que se suicidó en 1930 acosado por la incomprensión de los burócratas culturales de Stalin y murió, sin embargo, cantando loas al Partido. La figura sacrificial de Maiakovski es el escudo simbólico desde el que Rubio muestra su desprecio por la tibieza y su culto por lo más sórdido de las tradiciones peronistas y bolcheviques. Desde allí aplaude tanto las prácticas de los punteros justicialistas del Conurbano como el apaleo policial a militantes trotskistas. Cada tanto, como para templar el espíritu, Maiakovski obsequia a los lectores con un “¡Viva el estalinismo!”.
Para ser justos, hay que decir que el tema preferido de nuestro Maiakovski no es la política sino la literatura, materia sobre la que tiene una visión más bien apocalíptica, saludablemente irrespetuosa con ciertas vacas sagradas de las letras latinoamericanas. Hace poco, discutiendo los méritos de Roberto Bolaño y señalando lo pobre de su poesía, Maiakovski lanzó el nombre de Bruno Vidal como ejemplo de “lo que es bueno” en la poesía chilena. No conocía ese nombre y, tras revisar su contribución a Poesía chilena de hoy: de Parra a nuestros días, una recomendable antología, me zambullí en el Google, donde casi aterrizo en el cemento de la pileta al descubrir que el estalinista, como si quisiera revivir los días del pacto Von Ribbentrop-Molotov, nos había recomendado un poeta que se define como “el último pinochetista”. El autor de un libro de poemas llamado Foucault nos enviaba a alguien capaz de escribir: “Vigilar y castigar es mi pasatiempo favorito”.
Bruno Vidal nació en Santiago en 1957 como José Maximiliano Díaz González. Fue opositor a la dictadura y militante comunista hasta que, el día que Pinochet dejó el poder, tuvo una revelación y se convirtió en acérrimo defensor del gobierno militar y en el poeta de los asesinos y torturadores. “Si tú quieres que te hable de mi conversión religiosa a Pinochet te puedo decir que la poesía tiene que estar siempre comprometida con la pureza, con lo que es revolucionario, y Pinochet para mí es un revolucionario.” Bajo el lema “Un poeta maldito/ no se corta las venas/ se baña con la sangre/ de los caídos”, Vidal se introduce en las prisiones, en el Estadio Nacional, en las cámaras de tortura, en los operativos de la represión, siempre del lado de los soldados. Sus dos libros publicados (que no se venden al público) destilan una insoportable ambigüedad y al previsible rechazo de la izquierda se suma el de la hipocresía de la derecha, ya que nadie ha hablado con esa frontalidad de lo que verdaderamente ocurrió en Chile.
Hay en YouTube un video de Vidal leyendo sus obras durante un reciente festival de poesía. A su lado está el poeta argentino Daniel Samoilovich, cuya expresión denota un absoluto desconcierto ante el personaje. Esa cara atónita representa nuestro terror ante lo que no comprendemos y no estamos seguros de querer comprender. Pero Rubio parece anticiparse a él con estos versos: “Cuando decidimos que el gato y el perro/ se asemejan menos que dos galgos/ ¿cómo podemos establecerlo con certeza?”.