COLUMNISTAS

Maravillosa liviandad

Pocas literaturas me tocan tan de cerca como la mexicana, a la que siempre vuelvo, a la que nunca dejo de leer.

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Pocas literaturas me tocan tan de cerca como la mexicana, a la que siempre vuelvo, a la que nunca dejo de leer. Primero, las novelas realistas del ciclo revolucionario, como Los de abajo de Mariano Azuela, y luego el arribo del de-sencanto y la crisis del realismo, como en Al filo del agua de Agustín Yañes: “Pueblo de mujeres enlutadas”, escribe de entrada, señalando a la revolución como la inminencia de una tragedia (y sin embargo, una de las cosas que admiro de México –como de Francia– es que son sociedades donde hubo una revolución). Cruciales, al menos para mí, son Los Contemporáneos, grupo de poetas que se reúnen en torno a esa revista, editada a partir de 1928: las obras de Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer y José Gorostiza marcan una inflexión en el modo de pensar el modernismo, y la tensión entre cosmopolitismo, poesía y tradición. Son textos de un vanguardismo discreto que supone la contemporaneidad como lo ajeno al ruido de la época. Poetas rigurosos que no se reconocen en nadie. O tal vez sí: en López Velarde, el poeta nacional, y en Juan José Tablada, el exotista oriental. En todo caso, si Los Contemporáneos casi no tuvieron maestros, cierto es que no dieron descendencia (Octavio Paz se imagina en línea tan crítica como directa con ellos. Pero no, Paz ya es otra cosa: un aplicado empleado de la poesía oficial mexicana).

Más allá, José Revueltas y Elena Garro. El Apando, de Revueltas, sigue siendo el mejor texto carcelario que se haya escrito en castellano (no deja de alegrarme que Christopher Domínguez Michael –quizás el más agudo crítico literario actual– en Tiros en el concierto valore tanto a Revueltas: pese a tantas letras libres, evidentemente Domínguez Michael todavía mantiene una singular heterodoxia). Sobre Garro ya han escrito demasiado César Aira y el propio Domínguez Michael en sendos extraordinarios diccionarios, no hay mucho más para agregar (de mi parte, lamento como pocas cosas que Interzona no haya llegado a publicar el libro de Garro que ya tenía contratado). Y luego, se acerca el tema que me ocupa hoy: Margo Glantz (ahora que lo recuerdo, no quería escribir una columna sobre literatura mexicana, sino sólo sobre ella). En 1969 Glantz prologa Narrativa joven de México, librito de autores de entre 20 y 30 años, entre ellos Cuál es la onda, de José Agustín, que da nombre comercial a una corriente –la literatura de la onda– a la que muy equivocadamente a veces se incluye a Glantz. Pero antes de avanzar, continúo (¿será eso también una paradoja?). Agustín marca la llegada del pop y de una gran facilidad para narrar (Juan Villoro es el mejor heredero de esta línea, aunque cruzado con una erudición centroeuropea y un distanciamiento cercano al Manual del distraído de Alejandro Rossi). Pero lo que realmente llega, lo que renueva la tradición mexicana, lo que la da vuelta como un guante, son tres nombres: Carlos Monsiváis, Sergio Pitol y, ahora sí, Margo Glantz. Cada uno, a su manera, inoculó una infinita dosis de excentricidad, de rareza a la tradición local. Y si cierta literatura mexicana reciente hace de la rareza su carta de presentación (sus nombres son Guadalupe Nettel, Vivian Abenshushan, A.P. Mallard, o Mario Bellatin, cuando todavía escribía libros) es porque antes estuvieron ellos tres.

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Toda esta perorata incompleta viene a cuento de que la siempre interesante editorial argentina Eterna Cadencia acaba de publicar Saña, de Margo Glantz, perfecta sucesión de textos breves que funcionan por un efecto de acumulación. Individualmente pueden leerse como sutiles piezas ligeras, aéreas, livianas. Pero, con el correr de la lectura, la acumulación los vuelve aún más irónicos, corrosivos, ácidos, pero sin perder un ápice de su maravillosa liviandad.