Margaret Atwood, escritora canadiense autora de más de 15 novelas, entre ellas El cuento de la criada y El asesino ciego (las únicas que leí), tiene 78 años, el cabello blanco y enrulado y los ojos azules. Dos de sus novelas, El cuento de la criada y Alias Grace, inspiraron dos series televisivas que aparecieron este año. Ambas novelas tienen por protagonistas a mujeres “sin derechos”: las de El cuento de la criada viven en el futuro, en una sociedad teocrática en la que las mujeres visten túnicas rojas y sus tareas se reducen al cuidado de la casa y parir hijos. Alias Grace, en cambio, sucede en el Canadá de mediados del siglo XIX, donde la calidad de vida de las mujeres dependía en gran parte de cómo los hombres se comportaban con ellas y su libertad personal era muy limitada. Para Atwood, el parecido de ambas novelas se agota en la cuestión del derecho de las mujeres y en el hecho de que nosotros las observamos desde un presente en que las mujeres tienen “algunos derechos”, dicho esto con una sonrisita difícil de caracterizar (si dijera “pícara” debería decir “maliciosa”, y si dijera “pícara y maliciosa” estaría omitiendo “taimada”, así que mejor digamos simplemente “sonrisita”).
Las intervenciones de Atwood, al igual que su sonrisa, son inclasificables. Pasó por Buenos Aires y participó de una rueda de prensa, casi exclusivamente integrada por periodistas mujeres. A la pregunta “¿Es usted una escritora feminista?” respondió que basta poner como personaje de una novela a una mujer para que un libro sea considerado feminista. A la pregunta “¿Cree usted que hay más mujeres en las firmas de libros por una cuestión de género?” dijo: “La cuestión es más sencilla: los hombres odian hacer fila; para las mujeres, en cambio, se trata de un evento social”.
Antes había pasado por Italia, donde recibió el premio Raymond Chandler a su carrera, concedido por el Noir in Festival. La periodista italiana Ludovica Lugli publicó un artículo en el sitio Il Post donde da cuenta de otras frases célebres de la escritora canadiense. En relación con el caso Weinstein, por ejemplo, dijo: “Es una historia vieja como el mundo: quien tiene el poder piensa que puede comportarse como se le antoja, especialmente con las mujeres jóvenes e inexpertas que quieren trabajar en ese sector. Pero a mí no me ha ocurrido recientemente eso de sufrir agresiones sexuales. No me explico por qué”.
Margaret Atwood sabe que se parece a una bruja y hace bromas con eso. Al grupo de periodistas que la entrevistó en una sala del cine Anteo de Milán le contó, muy divertida, que el 30 de octubre, mientras barría las hojas secas caídas de los árboles delante de su casa en Toronto, su vecino, “un abogado muy bromista que se llama Sam”, le dijo que no debería dejarse ver con una escoba en la mano para no alimentar su fama de “la bruja mala del barrio”. La noche del 6 de diciembre también tuvo un encuentro público con la escritora Chiara Valerio, y allí confesó que no podía revelar los secretos de su aquelarre.
Otra que tenía fama de bruja era la escritora brasileña Clarice Lispector. Pero en su caso la cosa fue un poco más allá, porque una vez la invitaron a un congreso de brujería en Colombia. Naturalmente, fue. El clima de la ciudad de Bogotá le sentó mal: tenía dolor de cabeza y estuvo todo el tiempo encerrada en su cuarto de hotel, sola. Le habían pedido un texto sobre brujería, pero como ella de brujería no sabía nada, lo que hizo fue llevar un cuento suyo, El huevo y la gallina, y pedirle a alguien que leyera la traducción al español. Fue ovacionada. Las brujas se apoyan mucho entre ellas.