Llegar a Maringá me llevó 24 horas desde que salí de mi casa hasta que abrí la puerta del Metropolis. Muchas veces me compadecí de las colas de viajeros con vuelos suspendidos, viéndolas por televisión, contenta de que a mí no me pasaran esas cosas: ni pasar la noche en un aeropuerto sin saber cuándo podré salir ni que se perdiera mi valija dejándome con lo puesto el resto del viaje. Esas cosas que pasan todo el tiempo. Ahora era yo la de la cola. Sin hablar portugués ni siquiera podía descargarme con mis compañeros de infortunio. Hacía malabares para pescar palabras sueltas de la explicación monocorde que daba la gente de la aerolínea. Habíamos llegado a San Pablo en tiempo y forma, pero las lluvias intensas que se habían descolgado en las dos horas que tenía entre un vuelo y otro hacían imposible la conexión. Dormí un rato en unas sillas, la espalda casi en el aire, las piernas enrolladas. A las 5 am vi cómo dos chicas abrían una cafetería: una estaba embarazada y arrastraba las mesas y las sillas fuera del local. Hacía un ruido infernal.
A las 6 fui de nuevo a la cola de reclamos. Tenía que estar en Maringá por la tarde. La cola no avanzaba nunca, estaba como congelada en ese limbo que es siempre el tiempo en los aeropuertos. Afuera llovía apenas. En un momento escuché la palabra Maringá y paré la oreja: dos mujeres y un hombre (los reconocí como compañeros del vuelo suspendido) lograban hablar con un empleado por fuera de la fila, el hombre asentía, lleno de comprensión, sacaba el cordón que marcaba por dónde debíamos formarnos y ellos salían de allí. Me plegué desesperada al pequeño grupo y por suerte ellos me adoptaron. No habría lugar para nosotros en ninguno de los vuelos a Maringá ese día. La empleada que nos llevaron a ver fue terminante. Mis compañeros de desgracia propusieron viajar a Londrina y de allí en un taxi a Maringá. A la empleada no la convencía, y ellos tuvieron que convencerla a gritos y amenazas: dos eran abogados, según alcancé a entender.
Cuando llegamos a Londrina, cerca del mediodía, había ocho personas más en nuestro contingente ojeroso, de noche en blanco. Nos pusieron a todos en una combi. Arrancamos hacia Maringá, a dos horas de distancia. Un rato miré el paisaje por la minúscula ventana hermética de la camioneta. Odio las van, me dan claustrofobia y siempre tengo que inventar algún mantra hasta dormirme. Antes de que los párpados cayeran alcancé a ver un perro rojo, en la vereda de lo que parecía un taller mecánico. El perro habrá sido blanco, pero la tierra de esa zona es roja como la sangre, había llovido, hacía calor, el perro, como cualquier perro, haría hoyos en la tierra adonde echarse. Otra vez, hace unos años, había visto otro perro así, todo rojo, en un pueblito de Misiones.
No sé si Maringá es bonita. Apenas estuve unas horas. Sí visité, a pedido de una amiga y porque quedaba a dos cuadras del hotel, su extravagante catedral, hecha a imagen y semejanza no de Dios sino del Sputnik.
A la noche, en el restorán donde comí había un montón de fotos en blanco y negro de cuando se construyó la ciudad hace apenas sesenta años. Me impresiona que una ciudad pueda ser tan joven (Brasilia también lo es). Más joven que cualquier hombre viejo de la actualidad. Por lo que muestran las fotos, era todo selva. Me imaginé que ahí mismo, en el mismo sitio donde yo comía mi moqueca de pescado con cerveza helada, habría árboles altísimos llenos de monos y de pájaros. Personas tal vez, que comerían su pescado ensartado en un palo a la luz del fuego.