En el principio de este mundo de la democracia había partidos. Los partidos designaban a los candidatos, casi siempre pasando por un largo cursus honorum que los ponía a prueba durante años en distintas situaciones. Los partidos creaban, además, maquinarias organizadas que hacían muchas cosas, entre ellas una crítica para los procesos electorales: la comunicación –la “comunicación de la oferta”, puede decir uno con la típica deformación de la jerga profesional.
Los ciudadanos pertenecían, real o simbólicamente, a algún partido; algunos no pertenecían y generalmente eran vistos como “errores” del mundo real. La comunicación política iba dirigida primariamente a los que pertenecían: no para decirles algo que ya no supieran, sino para reforzar sus convicciones y su lealtad al candidato.
Esa era la cocina de la política; allí, en los partidos, se cocinaba el guiso. Cada uno de los votantes sabía qué prefería comer y dónde lo encontraría.
El mundo era estable: una profesión o un oficio para toda la vida. Un partido para toda la vida. Como en todo, podía haber “errores”, pero esencialmente era así. Hasta que, como todo en el mundo, también eso empezó a cambiar. El mundo se fue haciendo más inestable, y la política finalmente también. Aparecieron cosas nuevas, se precipitaron unas tras otras, a distintos ritmos, muchas de ellas mezcladas. Por ejemplo, empezó a ofrecerse comida en los cafés. Ya no sólo pebetes o tostados, sino milanesas, pescado a la romana, ravioles… Uno se preguntaba dónde cocinaban esas cosas; pero la pregunta era irrelevante, la cocina había dejado de ser relevante. Después aparecieron los chefs jóvenes, las escuelas de cocineros –del mismo modo que en la política aparecieron los asesores, los trainers y los expertos en marketing–. Vino la cocina “fusión”, esto es, cocina sin programa propio; apareció la comida “molecular”, con ese rotundo mensaje: “Nada es lo que parece; no comerás dos veces el mismo plato”. Cocinar pasó a ser un espectáculo, los cocineros a buscar rating en la TV, los televidentes a preferir programas de cocina a otras cosas –entre ellas la política televisiva–. Hasta que, finalmente, los políticos –ya despojados de un partido por detrás– pasaron a ser estrellas mediáticas y parte del show televisivo. Y en eso estamos. En la política sin cocina.
Los pobres y su voto. No buscan comida fusión, ni platos moleculares. Buscan comer mejor, un poco mejor. Hay dos grandes grupos: los que ya se resignaron, o simplemente están abandonados a su destino sin ni siquiera pensarlo o decidirlo, y los que la pelean firmemente, incansablemente, para superar ese destino y alcanzar otros. Son los herederos de los inmigrantes que hicieron la Argentina hace 100 o 150 años. Esos son los que votaron distinto.
El desafío no es tanto ganar elecciones sin el aparato organizado. Ese es un pequeño desafío, pero se lo va resolviendo –en gran medida, aplicando las reglas del mercado televisivo al plano electoral.
El mayor desafío probablemente será gobernar. Hasta ahora, gobernar es una tarea sostenida en un equilibrio muy complicado entre gestionar y hacer política. La cocina de la política servía para lo segundo, para hacer política. Y, eventualmente, para proporcionar respaldo político a gestores de gobierno que tienen ideas pero no experiencia en aplicarlas a ese campo.
Ahora entramos a una prueba nueva: más gestión, menos política. Por lo pronto, casi no se votó políticamente, sino para promover más gestión en municipios, provincias y hasta en el país. La sociedad parece interesada en probar esa fórmula. Si funciona, tal vez viene un cambio; si no funciona, volveremos a la política. Hay oferta para ello. Pero, eso sí, ya no hay cocinas. Por lo tanto, la prueba será novedosa.
*Sociólogo.