Como ocurre con los fumadores cuando dejan el vicio de golpe, la economía argentina dilata su decisión de adherir a un tratamiento antiinflacionario por la sencilla razón que al principio, no habría “beneficios” apreciables para la población y sí costos para asumir.
La reciente aparición del índice de precios al consumidor (IPC) del Indec correspondiente al primer mes del año (3,9%) confirma que, si nada cambia, la velocidad de crucero de la inflación argentina no será como hasta ahora del 50% anual (50,9% para el interanual de enero 2022 vs enero 2021); sino más cercana al 60%. Lo llamativo del caso no es el derrotero de las remarcaciones sino la disparidad en el comportamiento de los diferentes rubros. Mientras unos estaban casi 15 puntos por encima de la marca anual (Vestimenta, Educación, Hoteles y Restaurantes), otros medían 20 puntos por debajo: Comunicaciones y Gastos de la Vivienda (29%).
Para explicar esta diversidad hay dos razones principales. Por un lado, el efecto producido por la inactividad forzada durante la pandemia, que distorsionó los precios relativos al desplomarse la demanda (caso del transporte, la indumentaria o los restaurantes) y este último año los recuperaron. Pero también la influencia que tiene el control directo o indirecto ejercido por el Gobierno sobre algunos productos a través de inspecciones, listas de valores sugeridos, congelamientos sin más o las prohibiciones de exportación (como la carne o el maíz).
Toda esta madeja burocrática tuvo éxito, pero solo en el corto plazo, reprimiendo lo inevitable (el alza de los precios) cuando había un fogoneo monetario sin descanso: la emisión monetaria en los últimos dos años, incluso fue superior al incremento en el IPC. Y las “anclas” inflacionarias elegidas por la praxis económica oficial apuntaron a contener los principales multiplicadores de los demás precios: los combustibles (quedaron debajo del promedio en 2021), las tarifas (subieron 9% en tres años), el tipo de cambio “oficial” (26 puntos debajo de la inflación) y los malabarismos sui generis para que el boom de las commodities no empuje a la carne o las harinas. Sin embargo, el tiempo también juega y las distorsiones producidas durante este lapso presionan para encontrar un nuevo equilibrio. Es más, el círculo vicioso del déficit fiscal financiado por emisión monetaria y la inflación resulta ser la preocupación principal en las negociaciones por llegar al dilatado acuerdo con el FMI para la reestructuración de la deuda con dicho organismo. Pero la paradoja es que la orientación de las medidas de política económica para cortar el flujo en dicho circuito producirá más inflación y con ella, críticas, conflictos salariales y pérdidas en sectores más desfavorecidos.
El retraso del dólar debería corregirse con la aceleración de las minidevaluaciones, para poder amortiguar el impacto negativo de la brecha cambiaria y alentar el ingreso de más divisas vía exportaciones. Esto y la liberación de los embarques, impactará de lleno en el precio de los alimentos. La postergada actualización de las tarifas (se calcula que en el AMBA deberían crecer más del 100% solo para restaurar los valores de prepandemia) pone entre la espada y la pared al dogma de servicios (baratos) para todos. La consultora Invecq calcula que, de no hacer nada, los subsidios energéticos y al transporte insumirán US$ 14 mil millones durante 2022. Éste es uno de los puntos sugeridos para podar el déficit fiscal y conducirlo a su desaparición en tres años. Un tópico difícil de ejecutar cobrándole más solo a una ínfima parte de los usuarios.
Finalmente, es probable que el Gobierno sobreactúe y muestre su preocupación por el alza de precios, consecuencia directa de meses de restricciones. Pero la luz de alerta se encenderá si cualquiera de estas variables en lugar de un tránsito ordenado hacia un nuevo equilibrio, se descontrola y provoca la estampida. Y el gran temor es que las paritarias que se van sucediendo desconozcan la pauta oficial de un 40% de aumento. Duchos en la letra chica de los convenios, los sindicatos grandes encadenarán un sinfín de sumas fijas y no remunerativas e incluso la salvaguarda de la cláusula gatillo para no quedar desairados por la inflación real, proyectada en 55% anual por la encuesta que coordina el Banco Central. Como le gustaba decir a Hugo Moyano, en la época de Guillermo Moreno y su “dibujo patriótico” del Indec, “para nosotros, la única inflación es la del supermercado”. Hacia allí vamos.