The artist and the mathematician, de Amir D. Aczel, intenta ser muchas cosas, pero es ante todo un libro malo como suelen ser los libros de divulgación científica (chatos, infantiles, demagógicos). Sin embargo, tiene aristas muy interesantes. En este caso, además de la información, el tema principal es extraordinario: la relación entre los dos mayores matemáticos del siglo XX, un asunto digno de la ficción. O más propiamente de la ciencia ficción, sobre todo porque uno de los personajes nunca existió y el otro ha desaparecido.
El primer protagonista es Nicolas Bourbaki, seudónimo que adoptó en 1935 un grupo secreto de matemáticos franceses para publicar una obra colectiva que, además de renovar su disciplina, fue el origen y la inspiración del estructuralismo en las ciencias sociales. Lévi-Strauss, Lacan, Piaget, Barthes, Foucault y hasta el grupo literario Oulipo son de algún modo discípulos de Bourbaki. El grupo, cuyos miembros eran reemplazados al cumplir los cincuenta años, tuvo su apogeo entre el ’50 y el ’70 para luego declinar y casi desaparecer.
Pero el otro personaje es más fascinante aun. Alexander Grothendieck nació en 1928 en Berlín, hijo de un anarquista ruso que fue sucesivamente condenado a muerte por el zar y los comunistas y terminó muriendo en Auschwitz tras ser deportado por los franceses. La madre, también anarquista, crió al pequeño Alexander en un campo de prisioneros, que estuvo sujeto a todo tipo de privaciones. En particular, su educación fue muy precaria, pero su talento para la matemática era tan sobresaliente que la elite científica lo aceptó como uno de los suyos hasta formar parte de los Bourbaki. Grothendieck es uno de los mayores genios científicos de la humanidad, y el menos conocido.
Empujando la tradición bourbakista hasta sus límites y asombrando a sus colegas por su visión, Grothendieck desarrolló teorías cada vez más generales y abstractas, incontaminadas por todo resto empírico. El espíritu de sus investigaciones estaba en consonancia con la política revolucionaria y las vanguardias artísticas de la época. El momento culminante de la era Grothendieck coincidió con Mayo del ’68. A partir de allí, se convirtió en activista ecológico y fue abandonando la matemática. Mientras él se radicalizaba cada vez más, el mundo empezaba a retroceder. Los Bourbaki, en particular, se negaron a reformular sus teorías y partir nuevamente de cero, como sugería Grothendieck. La hora de una empresa colectiva sin fines de lucro y sin réditos individuales empezaba a pasar: los matemáticos entraban en una espiral de papers irrelevantes, publicados sólo para hacer avanzar sus carreras en una ciencia orientada hacia las aplicaciones y financiada por las multinacionales. Mientras tanto, digno hijo de sus padres, Grothendieck se negaba a ir a Moscú para recibir la medalla Fields, la mayor distinción que se le otorga a un matemático y, al mismo tiempo, abandonaba su facultad al descubrir que ésta recibía subsidios de los militares franceses.
En los 80 deja de enseñar, se dedica a escribir sus memorias y en 1991, tras quemar 25 mil páginas de manuscritos, se interna en el bosque de los Pirineos para vivir alejado de la civilización. Unos años más tarde corta los pocos contactos que mantenía con parientes y amigos y desaparece definitivamente en la espesura, convencido de que el diablo domina el mundo. Nadie sabe si ha muerto. Grothendieck es una leyenda y un territorio para la conjetura. Su destino parece en principio el de otras mentes geniales e inadaptadas (es fácil asociarlo, por ejemplo, a un Bobby Fischer), pero es un caso mucho más complejo. No se trata sólo de un cerebro brillante sino de un individuo que, hasta en su biografía, resume una época y una tradición. La matemática de Grothendieck, contemporánea de la utopía de un mundo más justo y un arte más libre, fue parte de una gran aventura del pensamiento a la que ya no tenemos acceso.