Hace algunos años el escritor mexicano Carlos Fuentes bautizó al 68 como un año-constelación. En efecto, se trata de un momento de radicalidad política compartida, por primera vez, a escala universal. Solo por citar algunos acontecimientos, en ese año confluyen el Mayo Francés, la Primavera de Praga, la Matanza de Tlatelolco, la ofensiva del Tet en Vietnam, los levantamientos estudiantiles en Estados Unidos, Alemania, Japón, Brasil, Turquía, Italia, entre otros. Es también el año del asesinato de Martin Luther King –apenas unos meses después que el del Che Guevara en Bolivia– y del atentado contra el estudiante alemán Rudi Dutschke, con el ciclo de movilizaciones y protestas que cada uno despertó en sus respectivos países.
Ese “gran rechazo” coincidía con el desarrollo de una revolución cultural encarnada por un nuevo sujeto, la juventud. Allí sobrevolaba la crisis de la familia, nuevas prácticas y actitudes frente el sexo (incluido el uso de la pastilla anticonceptiva), un conjunto de transformaciones demográficas, educativas y socioeconómicas ligadas, por otra parte, a un momento particular del capitalismo. Porque estos son, además, años de transformación del mundo de la producción y del trabajo, así como de expansión del consumo masivo, el aumento del empleo y los ingresos.
Frente a esta experiencia de rebeldía se suele creer que la palabra “liberación”, presente aquí y allá como un denominador común, guardaba en esos distintos escenarios un único significado. Y en ese marco muchas veces también se presenta al Mayo Francés como un ícono o incluso como modelo de ese impulso global, a tal punto que algunas de las sublevaciones posteriores fueron interpretadas como réplicas de la experiencia francesa. Es más, de modo ligero se suele decir que distintos países tuvieron su “Mayo”. En Argentina, ese título le corresponde al levantamiento de obreros y estudiantes en la Ciudad de Córdoba, en 1969.
Pero, ¿qué significa esa denominación, que Córdoba fue como París? ¿O que los jóvenes del mundo buscaban imitar la experiencia de sus pares franceses? Una mirada más atenta a la época nos revela, en cambio, que ese marco común no era tan monolítico. Es cierto que existía entre esos jóvenes un sentimiento de solidaridad, así como la convicción de que se estaba frente a una revolución humana universal. Pero al mismo tiempo los sesentayochistas ponían un fuerte énfasis en sus diferencias. Y eso sucedió tanto entre los jóvenes latinoamericanos respecto de los europeos como entre los bloques capitalista y soviético.
No es extraño, por eso, observar que la revuelta francesa, antes que ser un emblema o una guía del 68, haya despertado también miradas diversas. Hubo en el mundo movimientos que se sintieron inspirados por sus pares franceses, su novedad, sus métodos, su prosa, y otros que la sintieron lejana, que vieron en ella una revuelta infantil, o que la cuestionaron por ser “una revolución donde no hubo ni un solo muerto de verdad, salvo algún muchacho que se ahogó tratando de tirarse al río”, como la describió con crudeza el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique.
Es decir, el Mayo Francés, en un sentido genérico, puso de manifiesto, quizá como en ninguna otra parte, la reedición del sueño revolucionario en el Primer Mundo, pero esta vez de la mano de ese nuevo sujeto histórico, la juventud o, mejor dicho, a través de la unión real y mitológica de obreros y estudiantes. Sin embargo, en su singularidad, Mayo 68 no fue necesariamente un ejemplo a seguir, aunque hoy, a cincuenta años, muchas veces se siga pensando en él como un modelo de revuelta universal.
*Socióloga y periodista. Docente Idaes-Unsam.