Era 2001 y, cuando todavía se llamaba a los teléfonos de línea, me despertó un llamado madrugador de Franco Macri para preguntarme: “¿Cómo se hace para comunicar bien una mala noticia? No puedo pagar los sueldos del Correo” (empresa que en 2003 Kirchner reestatizó pero desde 1997 estaba privatizada e integraba el conglomerado Socma: Sociedades Macri). Yo no tenía una relación que justificara ese llamado; había compartido sólo tres encuentros en mi vida con él, pero supongo que lo motivó mi doble condición de periodista y empresario. Le respondí que la comunicación no hace milagros y que no hay forma de comunicar bien una mala noticia.
El recuerdo viene a cuento de la continua polémica sobre si la pérdida de popularidad del Gobierno en las encuestas y ahora la unión del panperonismo se debe a que haciendo bien comunica mal o a que hace mal. Los principales estrategas de comunicación del PRO, Duran Barba y Marcos Peña, hicieron su defensa la semana pasada: el jefe de Gabinete lo hizo en Facebook, y Duran Barba, en su columna en este diario. Además, en esta edición de PERFIL escribió una extensa nota defendiendo el gradualismo, o sea, la acción y no ya la comunicación.
Pero más allá de que lo verdaderamente importante sea la acción, lo que le falta al Gobierno no es comunicación sino narración, que es algo totalmente distinto. Marcos Peña habló de formas de comunicación del siglo XXI, que lo actual es hacerlo por redes sociales, mails o celulares. Pero la cuestión de fondo no es si los mensajes se transportan por señales de humo, tablas de piedra con signos tallados, discursos en un foro, impresos en papel, por ondas que transmiten radio y televisión o por internet; lo que le falta al Gobierno es una ficción orientadora (entendiendo por ficción un deseo verosímil y plausible).
El teléfono es un medio de comunicación pero no es un constructor de sentido; transporta mensajes pero no hace mensajes. Es secundario que el Gobierno prefiera comunicarse por redes sociales o por medios offline: lo principal es qué mensaje va a transmitir. Precisa otra forma de construir sentido y no simplemente otra forma de envasarlo.
Confundir plataforma con mensaje o continente con contenido es una equivocación del mismo tipo que confundir cambio con novedad, innovación con moda, superficie con profundidad. Pero debe ser difícil para un gobierno cuyo presidente hace poco más de un año, antes de las PASO, estaba tercero en las encuestas porque lo superaban Scioli y Massa, y por entonces en una reunión general Duran Barba prescribió delante de todos: “Para ganar necesitamos más globos de colores y alegría; Massa se va a diluir porque se opone al kirchnerismo y la gente no quiere más peleas y conflictos, quiere felicidad”. Y ganaron.
Acidamente captó el código del éxito Dady Brieva en su último video anti-Macri, que vale la pena ver para entender los sentimientos cruzados. Los globos y la alegría fueron la ficción orientadora (significaban: “No habrá crisis ni dolor”) que les permitió llegar al gobierno, pero en la resaca post fiesta del inevitable ajuste la alegría festiva resulta extemporánea, obsoleta, y la realidad pide a gritos una nueva ficción orientadora.
El diccionario de la American Psychological Association dice: “Ficción orientadora: principio personal que sirve como directriz por medio del cual un individuo puede entender y evaluar sus experiencias y determinar su estilo de vida. Los individuos cuya salud mental se considera buena o razonable asumen la ficción ordenadora para acercarse a la realidad”. La patria también es una ficción orientadora, una novela nacional que inventa un pueblo y un proyecto de país, como explican los historiadores Eric Hobsbawm y Ernest Gellner.
Razón y palabra. No se trata de contraponer a las continuas cadenas nacionales de verbo inflamado de Cristina Kirchner pulcras y espaciadas apariciones. La diferenciación no debe ser cuantitativa sino cualitativa; no se trata de comunicar de manera diferente, sino de comunicar algo diferente. El silencio (conceptual) también comunica, la omisión se carga de sentido, es funcional a los preconceptos que se tenía del PRO, y en el llenado de ese vacío la oposición logra que se instalen sus propias narraciones: “Macri gobierna para los ricos”, por ejemplo.
El miedo a dar un paso en falso por hablar de más comunica ese temor. Se supone que si no dice es porque lo que diría no gustará, como cuando Menem confesó: “Si les decía lo que iba a hacer no me hubieran votado”. La deconstrucción no destruye sino que hace evidente la estructura, hace transparente lo opaco. Si Cambiemos cree que el problema del atraso argentino fue el peronismo, tiene que deconstruir ante los ojos de la sociedad su armado y llevar adelante una batalla discursiva donde se proponga una estructura nueva.
En un punto el kirchnerismo y el PRO comparten su desprecio por la metafísica: el PRO cree que no existe y se desentiende de ella, y el kirchnerismo cree que es un verso y se aprovecha creando relatos solamente tendenciosos.
La duda es un estado insostenible en el tiempo, la certidumbre tranquiliza. Nietzsche decía que el ser humano puede soportar casi cualquier cosa mientras haya un fin. Esa dimensión argumentativa de la narración no es una tarea técnica o de gestores que dan por implícitas verdades y no creen en el poder productivo de la palabra.
Pero hay un ejemplo que sí puede servirle a Macri del saber de los técnicos, específicamente de los economistas. ¿Qué fabrica un banco? Fabrica tiempo, toma depósitos de personas de corto plazo que lo pueden retirar al día siguiente, pero como todos no van a ir juntos, el banco los presta a largo plazo. Es una “máquina de hacer tiempo”. El Gobierno necesita a alguien que le fabrique el tiempo que no tiene para llegar a esa tierra prometida del futuro. Y ese tiempo se fabrica con palabras.