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Medicina

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Huelgas sorpresivas y nunca preanunciadas. Cortes repentinos e incomprensibles de calles, avenidas y rutas. Tomas de colegios, escuelas, facultades y hasta hospitales. Escraches que, de pronto, impiden que alguien hable en público en una actividad programada. La Argentina se ha convertido en un país donde campea la arbitrariedad más oscura y enigmática.

Nada que sea ilegal es imposible. Ninguna previsión se cumple. Esas violencias jamás suscitan sanciones ejemplares. Todo es posible. Todo el tiempo.

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Un aparentemente interminable compás de incertidumbre se abrió hace más de una década. Lejos de haber ido menguando, se revela hoy tan fornido como entonces. Protegido por el mantra de la participación popular y la politización militante, es un ciclo que asegura una extrema impunidad. Trenes y subtes cuyos servicios de pronto se interrumpen sin que el pasajero-víctima sepa por qué. Vías de circulación que súbitamente quedan bloqueadas, lo mismo por una marcha de 5 mil personas que por una algarada de veinte adolescentes.

En los años 80, tras una larga estadía en los Estados Unidos, terminé mi década de exilio con un par de años finales en México. De la variedad de recuerdos y rasgos pintorescos de aquel tiempo, recuerdo un modismo mexicano, no por delicioso menos irritante. Cuando se le hacía una pregunta absolutamente normal a un mexicano, era muy factible que la respuesta fuera: “Pos… ¿quién sabe?”. Era cierto, nadie sabía, aunque todos barruntaban. Las certidumbres escaseaban, pero uno lo asumía como colorida arista cotidiana del modo de vida de un país con el que, como extranjeros, nuestro compromiso emocional no era definitivo.

Treinta años después, la Argentina es hoy un baluarte del ¿quién sabe? Transportes, horarios, vías de comunicación, compromisos, deberes y obligaciones han quedado en el limbo de un relativismo pastoso, imponente. Todo puede ser de cualquier manera, pero –sobre todo– ya nada suscita sorpresa, ni siquiera indignación. Tierra de puebladas feroces pero fugaces, la Argentina devino, sin embargo, en un país dócil y acostumbrado a los caprichos de grupos claramente minoritarios. El Tribunal Oral Criminal Nº 20 de la Capital Federal (Luis Fernando Niño, Pablo Gustavo Laufer y Patricia Gabriela Mallo), por ejemplo, había fallado que Eduardo Vázquez actuó “en estado de emoción violenta” al rociar a su mujer, Wanda Taddei, con combustible y prenderla fuego. Así, ese TOC 20 no sólo le dio apenas 18 años de condena al asesino, sino que, antes de su fallo, autorizó a que el baterista de Callejeros saliera de la cárcel para participar de actos del llamado Vatayón Militante. Esta semana, por suerte, la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal (Juan C. Gemignani, Mariano H. Borinsky y Gustavo M. Hornos) deshizo ese aquelarre pseudo “garantista” de los jueces Niño y compañía, y condenó a Vázquez a prisión perpetua por homicidio agravado por el vínculo. Fue un acto de justicia, pero la sociedad no se había sorprendido demasiado por la enorme impunidad previa.

Los demonios hace rato han fugado de la lámpara de Aladino nacional. Durante años eternos hubo escraches y cortes al por mayor sistemáticamente promovidos, avalados o al menos tolerados por el poder kirchnerista. Alberto Sileoni, tal vez el más mediocre ministro de Educación que haya tenido la Argentina en democracia, endosaba hasta hace pocos días la ocupación de escuelas por adolescentes, calificando esa metodología como incubadora de conciencia civil y entusiasmo democrático. Ahora que se dio vuelta la omelette, las critica, pero ¿con qué coherencia y desde qué autoridad moral?

Algo parecido le sucedió el otro día al fogoso y a la vez pragmático ex juez español Baltasar Garzón, “exiliado” en la Argentina y ya con residencia legal en el país. Garzón no pudo participar de una charla en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires junto al británico Ernesto Laclau y al hijo de Estela de Carlotto, Remo, al ser escrachado por militantes etarras de Euskal Herriaren Lagunak (amigos del pueblo vasco), que lo sindican como cómplice de los torturadores de miembros de ETA, la organización terrorista vasca. La medicina que se le dispensó en Buenos Aires a Garzón tuvo como escenario la sede de la calle Puán, donde debía participar de un panel sobre “Derechos humanos y procesos de emancipación: la construcción latinoamericana del presente”. Un grupo entró al aula, desplegó banderas y le gritó a Garzón: “Libertad para el pueblo vasco” y “Libertad a los presos por luchar”. El ex juez tuvo que irse. Sus hostigadores, que impidieron que hablara, dijeron que les resultaba “nefasto que en este país, que es vanguardia (sic) en la lucha por los derechos humanos, se cobije a un juez represor como Garzón, que ha hecho de la persecución implacable a militantes vascos casi una forma de vida”.

Desde el grupo gobernante se desestimó siempre la importancia decisiva del gobierno de la ley en sentido estricto. Superados los sacudones de 2002 y 2003, prolongó sin plazo ni atenuantes un estado de anormalidad excepcional, haciéndolo crónico. Con el tiempo, la medicina se ha tornado amarga y sobre todo perjudicial para la sociedad. Sucede que, así las cosas, quienes gobiernan carecen ahora de sustentabilidad moral para poner en orden lo que hasta aquí toleraron cínicamente, al identificar mecánicamente ley con represión y normas con autoritarismo. No somos vanguardia de nada. Hay que volver a la ley.

 

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