He escrito esta columna en mi cabeza miles de veces. Ahora que finalmente toca ponerla en el papel, la melancolía y las palabras que tenía preparadas se han esfumado.
Ocurre que ayer, 3 de abril, que hoy es en dos días, me habrá tocado cumplir medio siglo de vida en este planeta. El tiempo transcurrido en otros planetas no cuenta y las cincuenta vueltas al sol tampoco tendrían nada especial si no fuera porque esta es la edad a la que murió mi padre.
Yo era un chico. El ya era un hombre grande cuya muerte, muy prematura, resultaba ilógica, sí, pero contundente. Tengo la edad que él tenía cuando murió pero yo sigo siendo un chico. Nunca pude imaginar cómo se veía él a sí mismo el año que le tocó morir. Aparte del parecido físico, las dos imágenes –la suya y la mía en el mismo momento– no encajan bien juntas. Porque se desató una plaga y puso las cosas esenciales en su sitio.
Mi padre no imaginaba que pudiera morir así, abruptamente. Nadie lo imagina, ni siquiera yo ahora, cuando las chances son –pero no son– más altas. La epidemia me liberó de la epopeya de organizar algo especial para mi cumpleaños. No habrá nada tangible. Ni fiesta, ni chocotorta ni amigos. Tampoco tristeza. Todo será virtual y puedo postergar la decisión de celebrar –o no– algo que a veces me resulta celebrable y otras me inspira una piedad sobre mí mismo que no ejercito el resto de los días.
El paisaje en el que debía musitar mi paso por el mundo está alterado. Amigos y amigas que están pariendo confinados (¡bienvenido, Manuel!); todo el cine que he hecho, liberado en todas las pantallas para amigos de todo el mundo; lecturas sin fin, como un Aleph de pensadores y de letras; intentos de reunión planetaria devenidos moco, como la hilarante versión local de Imagine de Lennon, que les quedó como el orto y que cumple varios objetivos a la vez… En fin, que en tal entorno, este año los años no se cumplen. Perdonará el Sistema Solar y sabrá esperar su rato con la misma paciencia que nosotros.