Se acuerda de todo, perfectamente de todo. Se acuerda de haberla querido y también de haberla odiado, se acuerda del sentimiento mezclado en el que las dos cosas se habían vuelto una sola. Se acuerda de la vida en común, nada lejos de las convenciones: una casa en Villa del Parque, dos hijos pequeños, un auto; el confort sin aspavientos que su profesión de ingeniero podía procurar a la familia. Se acuerda bien de las peleas que a veces tenían, un poco como todo el mundo; pero también de una pelea en particular, la última que hubo: una pelea que empezó a los gritos, siguió con algunos manotazos y escaló por fin hasta el nivel de los golpes directos. Se acuerda de todo: incluso de que al final la mató. Hay peleas simples y hay peleas graves, y ésta era una de las graves. De pronto tenía un cadáver entre manos, lo que es decir un gran problema entre manos.
Se acuerda de lo que hizo después. Cargó el cuerpo en el auto, manejó hacia el sur, eligió un descampado, cavó, enterró. Tramó a continuación su coartada ante la policía; mudó la verdad del victimario por la frágil apariencia de la víctima, se presentó en la comisaría 47 y denunció que su buena esposa había desaparecido y que nada se sabía de ella. Esto fue a fines de septiembre, más exactamente el día 26. Desde entonces, tres o cuatro factores comenzaron a complicar la situación del ingeniero: primero algunas observaciones de las amigas de la mujer buscada, y tal o cual contradicción en su propio relato de los hechos; luego las ropas ensangrentadas de la esposa en la casa matrimonial allanada por la justicia, además de una pala con sus huellas y con huellas de un uso reciente.
El ingeniero confesó todo, porque de hecho se acordaba de todo. De todo, sí, excepto de una cosa: el lugar donde la enterró. La gente que es muy de la capital se desorienta en el Gran Buenos Aires. En alguna parte de Lomas de Zamora, sí, eso sí, eso lo recuerda bastante. Pero, ¿dónde exactamente? ¿en qué sitio preciso fue? De eso no: no tiene ni idea. Lo interesante del lúgubre episodio, al menos desde un punto de vista narrativo, es que transforma, y más que transformar invierte, todo un tópico del género. Lo usual es que el asesino se encuentre de repente con un cadáver a sus pies, que es sin dudas obra suya, y sin embargo no recuerde qué pasó (“¿Qué hice?”). Aquí sucede justo lo contrario: el asesino recuerda muy bien qué es lo que hizo (“La maté, sí. La maté”); pero no dónde puso el cuerpo.
No es del todo nueva una situación de esta índole. No es nada nuevo que se dé con los que mataron pero no con los cuerpos matados. Lo que llama la atención en el crimen del ingeniero es la singular distribución llevada a cabo entre los recuerdos y los olvidos. ¿Qué parte es la que quedó borrada: la que al ingeniero le resultó más grave o la que le resultó más liviana?, ¿la borrada es la parte más traumática o la parte a la que no le prestó tanta atención? ¿Acaso del crimen se acuerda bien, porque lo cometió concentrado, y de la puesta en tierra no tanto, porque se distrajo en las maniobras?
No es extraño que un caso policial pueda iluminar una discusión política, sobre todo ahí donde la política no ha dejado de enredarse con delitos. Los recurrentes debates sobre la memoria giran en parte en torno de este punto: si hay que ver en el olvido el más sano gesto defensivo o tan sólo banalidad y distracción.