Hay que ser ingenuo para creer que la muerte de Néstor Kirchner nada cambia en la política argentina. Un hombre como él no se repite con frecuencia en nuestra historia. Hace tiempo que no teníamos líderes políticos de su magnitud. No cualquiera domina el panorama político de un país ingobernable. ¿O acaso no era el fantasma de la ingobernabilidad el que definía los destinos de nuestra nación a partir del año 2001? ¿Olvidamos que el mote de ingobernabilidad surge de las cenizas de La Tablada y de la hiperinflación de los finales de los años 80? ¿Por qué no seguimos un poco más con esta variante tan nuestra de la ingobernabilidad y nos remontamos a los 70, en los que la sangre y el fuego signaron la década?
Juntas militares estuvieron a cargo de la puesta en orden de un caos que parecía irremediable. Pero ni siquiera las armas organizaron lo que se desquiciaba. No hicieron otra cosa que agregar más polvo sobre las tumbas y más ruinas en las calles. No hubo tentativa en nuestra historia reciente que no nos sumergiera –al decir de Joseph Conrad– en el “elemento destructivo” que Francis Ford Coppola llamó Apocalypse Now. ¿Puede ser, entonces, poco valorado el ordenamiento que logró el kirchnerismo estos últimos siete años? Las quejas por los cortes de calles ocultan que hay orden en nuestro país. Por supuesto que no es el de Bélgica ni el de Uruguay, sino el nuestro, nuestro orden, ya que nuestro desorden surge cuando todas las bisagras saltan para cualquier lado y la gente ve que sus bolsillos se vacían, los bancos cierran, el dinero se fuga, los despidos se multiplican, la clase media se aboca al primitivo trueque, los tanques salen a la calle, el ejército de la noche se lleva a sus presas, los gremialistas se matan entre sí, los presidentes se suceden y todo se dispara. Los profetas que nos recuerdan que estamos al borde de un precipicio y en vísperas de un Rodrigazo saben bien que países con estructuras consistentes y sistemas ordenados son un deseo más que una realidad.
Hay más de un ídolo con pies de barro que hoy se adula y luego se derrumba. Sí, es probable que haya algún movimiento sísmico en nuestra sociedad, pero no sólo en la nuestra. La paz de los cementerios no se proyecta en la organización económica ni en los acuerdos políticos. Por eso, Néstor Kirchner logró una hazaña equivalente a la conquistada por Carlos Menem quince años antes. Aquellos que viven de intelectualismos de bibliotecas vencidas se horrorizan ante esta asociación de dos nombres que quisieran ver en las antípodas. ¿Cómo se puede enlazar con una misma cinta a quien se abrazaba con el almirante Rojas y Alvaro Alsogaray y aquel que lo hacía con Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto? El mandatario del indulto junto al de los juicios. Hay quienes se desangran y rasgan las vestiduras con sólo imaginar que si Menem y Kirchner ordenaron el país demolido es porque los dos entendieron que la política es el arte de conservar el poder. Leyeron a Maquiavelo, no al autor de El príncipe, sino al que, leído o no, define la política como el cálculo de las relaciones de fuerzas en vista de la conservación del poder. No de su conquista, dejemos eso para Malaparte y Lenin, sino el de mantenerlo y perpetuarse en él. Ambos son amorales. Eso es lo que duele. No digo “inmorales” sino amorales. La diferencia estriba en que Menem no lo disimulaba. En realidad, Kirchner tampoco. Las alianzas que los dos tejieron no se deben a principios morales o posiciones ideológicas sino a circunstancias históricas. El famoso desguace del Estado no lo hizo Menem, ya que el Estado venía desguazado. Kirchner, por su parte, entendió perfectamente bien la situación histórica del momento. Escuchó el “que se vayan todos”. Buscó quiénes eran los únicos entre todos los que debían irse que la población podía aceptar que se quedaran. Quienés eran las víctimas absolutas de la reciente historia nacional sin complicidades con los responsables de la debacle de décadas. Una vez elegidos, reforzó así su poder. Por eso declaraba su admiración por el presidente de los 90. Tuvo la visión precisa que le permitió elegir –tal como lo hizo su anterior referente– cuáles serían sus aliados desde 2003. Todos los que se subieron a la nave comandada por Kirchner confiaron en que había visto bien el cambio de contexto histórico y el rumbo que había que tomar. Así lo vieron el cavallista Alberto Fernández, el duhaldista Aníbal Fernández, el neoliberal Amado Boudou, el lilista Timerman, los aliancistas como Chacho Alvarez y Garré, etc.
Este es el momento de Cristina Fernández. Hasta que su jefe y marido vivía, se acomodó a su modo de conducción. Hoy la situación es otra. Es probable que no entienda la política del mismo modo que Kirchner. A pesar de haber recorrido el camino político juntos, pueden existir diferencias. Las podemos intuir. Ella no es amoral. Tiene convicciones. No es idealista, pero tiene preferencias más allá de las limitaciones del momento histórico. Por eso es más frágil. No es ingenua. Sabe que las reservas en el Banco Central y un presupuesto devaluado, que le permite un excedente de caja, son elementos indispensables para la gobernabilidad. Pero por sus declaraciones se presta más a ser protagonista de un “relato” emancipador que el anterior presidente. Les costaba a algunos pensadores oficialistas que construían la narrativa del poder sentirse cómodos con Kirchner y sus santacruceños. Quizá la mandataria se las haga más fácil. Otros propagandistas no sentirán el cambio mientras cobren un sueldo. Pero de todos modos, para ella será más difícil. La moralidad debilita, la ideologización de las decisiones aísla, los escrúpulos se cotizan mal. Bien lo sabe Alfonsín padre, que decía que con la democracia se come y que a la modernidad se llega con el respeto por el otro.
Desde el retorno de la democracia, los dos únicos presidentes que fueron reelegidos en nombre propio o delegado en otro son Menem y Kirchner, los otros no terminaron sus mandatos. Sabían cómo gobernar nuestro país. Por eso el pasado inmediato de la Presidenta no la condena, la favorece. Por supuesto que no hablo de los libelistas que desean santificar a Néstor. En mi ya no corta vida, he tenido la suerte de haber convivido con el político más importante de la Argentina, el escritor más glorioso, y el futbolista más genial. Con Perón, Borges y Maradona, el panteón está bien custodiado. No hay por qué llenar los pasillos con estatuas abarrotadas por encargo. Dicen que Brasil y Uruguay son países confiables porque tienen continuidad política. Nosotros ofrecemos continuidad retórica. Menem gana vestido de Facundo Quiroga. Kirchner y Cristina no desestimaron gobernar a los gritos y con intimidaciones de patrones crispados. Pero el estilo no hace a los políticos. Como decía Eduardo Duhalde la primera vez que dio una conferencia de prensa como presidente de facto: “No sabía que el mundo estaba tan globalizado”. Ahora lo sabe, lo sabemos todos. Si bien es cierto que la política vernácula es una variable que incide en nuestro futuro –en realidad, más para mal que para bien–, tanto o más lo hacen el valor del real y el precio de la soja, es decir el mundo, del que, aunque no lo parezca, dependemos.
*Jorge Fontevecchia retomará su habitual columna de contratapa mañana.