Hace días Carlos Menem reclamó un salariazo al Gobierno nacional. ¿Cuándo lo dijo, el 28 de
diciembre? Parece que no: que tenemos que tomarlo en serio. La mayor proeza retórica de Menem sobre
este tema no fue la promesa, sino la certificación: no fue decir que daría el salariazo, sino
pretender que ya lo había dado. Ahora insiste, pero bajo la forma de la exigencia. Hay que dar un
salariazo, eso dijo. Tan luego él, que socarrón desestimaba a los que se quedaban en el 45, viene
ahora a quedarse en el 89. Con un raro efecto en la secuencia cronológica, sin embargo, que es que
el año 89 parece quedarnos más lejos que el año 45. ¿Por qué será? Quizá por el carácter onírico de
ese tiempo que vivimos. ¿O acaso lo que soñamos anoche no parece más reciente que lo que vivimos
esta mañana, pero luego termina por perderse en el limbo difuso del fondo de los tiempos? Así
sucede con esa década, que tiende a volverse irreal.
Entre tantas realidades que parecían ficción (la voladura de un cuartel entero, por ejemplo)
y ficciones que parecieron realidad (que un peso valiera un dólar, por lo pronto), pasaron aquellos
años tan prontamente inactuales. Un raro trastorno de las creencias colectivas (creer por ejemplo
que Carlos Menem era elegante, o que María Julia Alsogaray era sexy, o que Domingo Cavallo era un
sabio) hizo posible ese mundo singular, que ahora tan increíble resulta. Por eso, cuando tales
personajes vuelven, vuelven siempre desde muy lejos, vuelven siempre desde otro tiempo, como si
fuesen soñados. Son los hundidos en la miseria, aquellos para los cuales el sueño fue siempre una
pesadilla y la pesadilla fue siempre una realidad, los verdaderos ofendidos por las declaraciones
de Carlos Menem.