Alberto Fernández es un maestro de la retórica (de la que mucho desconfiaba Aristóteles por considerarla el arte de los embusteros). Tanto se especializó en esa técnica que uno de sus libros preferidos es Dialéctica Erística, o el arte de tener razón de Schopenhauer.
Comenzó la semana diciendo: “Esta es la primera vez que en la Argentina veo que todo el mundo reclama que el índice (de inflación) sea más alto”. Irónicamente estaba diciendo: si la lechuga va a costar lo mismo, informe lo que informe el INDEC, al menos, si decimos que la inflación es el 9% en lugar del 14%, nos ahorramos 2.500 millones de dólares más de intereses en 2007 porque el 40% de la deuda está atada al CER. O sea, “haga patria, mienta”.
Y terminó la semana diciendo: “Yo me siento orgullosísimo de los controles del Estado argentino. Con tres funcionarios en el avión hubiera pasado la valija sin ningún inconveniente, pero eso no sucede más”.
Alberto Fernández sabe que la mentira que hoy nos hace pagar menos intereses hará que paguemos mucho más intereses en los próximos bonos. Y que el Gobierno, en lugar de enorgullecerse por la aparición de la famosa valija con 800 mil dólares, tiene que avergonzarse.
¿Por qué lo dice sin ponerse colorado a pesar de su cara dura? Y más importante aún: ¿por qué lo puede decir sin que se desplome la intención de voto por los candidatos del oficialismo?
Porque sabe que una parte muy significativa de la sociedad, diezmada por la acumulación de crisis y cuyas únicas gratificaciones son las instantáneas, no puede darse el lujo de pensar en el mañana. Si hoy está económicamente mejor que cuatro años antes de las elecciones, votará por el candidato que mejoró su vida, como sucedió con Carlos Menem en 1995 a pesar de todas las denuncias de corrupción que se sucedían. Lo que se llamó el voto cuota en la convertibilidad podría ser hoy el voto celular.
En esas situaciones, la mentira es un bálsamo que permite cerrar los ojos y justificarse aunque en el fondo se sepa la verdad. En la obra de Ibsen Un enemigo del pueblo, los ciudadanos, para no perder los ingresos del balneario del pueblo, prefieren no enterarse de que las aguas están contaminadas. El denunciante, el doctor Stockmann, desolado dice: “He descubierto que las raíces de nuestra vida moral están completamente podridas, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira.”
¿Cuántas veces, como el doctor Stockmann, la revista Noticias publicó que algo olía a podrido en el Ministerio de Planificación? La primera vez fue en octubre de 2003 (sí, hace cuatro años) con su célebre tapa “El cajero”. Y ya a partir de la reaparición del diario PERFIL, decenas de veces en diferentes títulos de tapa, en su Panorama Político (ver página 24) y hasta en una tapa de El Observador íntegramente dedicada al recientemente despedido Claudio Uberti, donde se dijo: “El señor de los peajes. La mano derecha de De Vido. Dirige el ente público que controla las concesiones viales. Maneja más de 300 millones de pesos anuales. Es la vía directa para hacer negocios con Venezuela. Por primera vez, las pruebas de cómo arma licitaciones a medida. Poder, dinero e impunidad.”
Péndulo. Cuando la economía va bien, esas denuncias no son tenidas en cuenta por los votantes, pero sí son registradas y guardadas en alguna parte de su memoria para ser recordadas cuando la economía empeore. Al condensarse todo lo acumulado, ese procedimiento es el artífice de los cambios de humor extremos que viven los países en vías de desarrollo, es causa y consecuencia de su empobrecimiento y son la base de prolongación del populismo como sistema político sustentable, porque renuevan las demandas insatisfechas (ver reportaje al presidente de la Corte Suprema, página 18). Cambian los salvadores, cambian los culpables, pero el sistema es el mismo.
Después del “Valijagate”, este jueves, el presidente Kirchner dijo: “Por primera vez en esta Argentina se combate en serio la corrupción y se hacen los controles en todas las áreas que tenemos que hacer”.
Sin comentarios.