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¡Mentira, mentira!

Conocemos diferentes casos de la lucha por la verdad, ahí donde la verdad se esgrime contra la mentira, contra el olvido, contra el ocultamiento. La de Rodolfo Walsh y sus textos de no ficción es sin dudas una referencia fundamental en este sentido, sosteniendo la verdad como revelación en pugna con la falsificación y con el silenciamiento.

Conocemos también, por otra parte, los casos en los que una verdad entra en disputa con otra verdad, y no con una presunta mentira. Así por caso Alberdi en sus polémicas con Bartolomé Mitre; más que objetarle alguna falsedad histórica, lo que hace es oponer a su visión una verdad alternativa, una verdad de otra índole, ventajosa, preferible, más provechosa para el país, políticamente superior.

El recurso a la mentira que se hace pasar por verdad es la trampa que se hace bajo estas reglas de juego, y como tal se la impugna. Pero ya se ha dicho más de una vez que, en el tiempo que nos toca, otra clase de cosa sucede: la mentira se sabe mentira y se asume en su carácter de tal, no pretende ser verdad, se hace fuerte en su falsía. Se enuncia como mentira y se escucha como mentira, como mentira se la repite y como mentira se la instala. De eso mismo precisamente obtiene su eficacia. Impera por eso mismo, ahí donde la verdad ya no importa.

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Los formados en la vieja escuela tendemos a suponer que a una mentira cabe refutarla; que a cada tergiversación hay que oponerle una evidencia o un argumento. Pero los vientos que hoy soplan son muy otros. Asistimos a un viraje crucial: para contrarrestar una mentira no hay nada mejor que otra mentira, sostenida con dosis parejas de obstinación e impasibilidad, de sorna e indiferencia. Admito que no sabré adaptarme a ese mundo, admito que no me propongo intentarlo. Lo contemplo sin esperanza, entre el pasmo y la desazón. La paradoja del mentiroso puede enunciarse ahora sin que sea una paradoja.