Queda mucho por decir de la muerte de Cecil, el león asesinado por un dentista de Minneapolis que pagó a los encargados de un safari en Zimbabue para que lo dejaran cazar al animal, que nada le había hecho. Las redes y campañas virtuales llaman a firmar una petición que es más bien una estrategia: dado que no se puede controlar la corrupción de algunos países (¿los africanos?), se pide a las aduanas de los otros que prohíban la entrada de cabezas, cuernos y colmillos bajo la ridícula forma de trofeos.
La estrategia me recuerda al arresto de Al Capone. La fábula cuenta que como no se lo pudo atrapar por sus crímenes, se lo acorraló por desfalco impositivo. Al asesino del león no se lo supo convencer de que matar un animal en extinción no tiene ninguna utilidad, pero sí se podría prohibir el ingreso a su país y a su clínica odontológica (ahora cerrada) de la cabeza del occiso si se la declara mercancía ilegal. Tampoco se pudo disuadir el rey de España en su momento. Pero no sabemos si en su caso el valiente deporte de dispararle a un animal a la distancia perseguía el engrosamiento de la menguante Madre Patria con trofeos y señales de grandeza.
Lo que es pasmoso, además de la estupidez humana, es que para frenar estos crímenes se deba apelar a la forma legal que transforme a la víctima en producto, en mercancía, en objeto aduanero. Son raros motes para un ser que estaba vivo. Y que era el símbolo de Africa, un continente que el Norte tiende a ver apenas como cantera.
Pero en el capitalismo, o allí donde el dinero abre las puertas, todo es mercancía.