Pido permiso para leer un poco la economía y la política argenta a través de lo que estamos viviendo todos los que apasionadamente seguimos el Mundial 2018, aun cuando sabemos que el fútbol se ha vuelto un negocio sucio y asqueroso y que existen decenas de otras verdaderas alegrías o dramas como para estar cambiando de estado de ánimo por un gol.
Gracias a una invitación del Grupo Turner, me tocó estar en la platea del estadio del Spartak de Moscú hace una semana, en el debut de la selección argentina contra Islandia en Rusia, cuando aún ni imaginábamos estar penando para clasificar a octavos de final. Y pocas veces tuve un resumen tan contundente de nuestro comportamiento ante un proyecto de alguna manera colectivo, ya sea un gobierno o un equipo (sí, es una exageración y generalización de locos la que estoy haciendo, pero el Mundial es eso, así que banquen).
Los minutos previos al match, ahí cuando aparecen los jugadores argentinos para precalentar, es todo ilusión. “Que de la mano de Leo Messi, todos la vuelta vamos a dar”. Mostramos un poco la hilacha cuando salen los islandeses a moverse y los recibe un “¡A estos putos les tenemos que ganar!” que, obvio, no entienden. Por lo demás, parecemos todos en el mismo barco: esperanza.
No bien arranca el partido, ya llega la ansiedad. Dame todo ya. Es un momento de la elaboración del juego en el que puede haber cinco o seis pases en sentido lateral o incluso hacia atrás para ordenar un avance o probar alternativas. Una inversión para aumentar la oferta de espacios para hacer goles. Pero es en ese preciso momento cuando aparece el pensamiento inflacionario a full: se oye un grito a coro en la platea: “Daaaale, jugá para adelante, forro, qué esperás”. En vez de dar toda la vuelta y producir algo, apurate. Remarcá, papi. En vez de ahorrar energía para usarla de una forma más eficiente, consumila. Andá directo, alguna vez funcionó.
A los quince minutos del primer tiempo, ya el murmullo se transforma en rencor de crisis pasadas. “¡Dale Agüero! ¡Siempre igual, la puta que te parió! Pero a los 20, panquequeada fenomenal: “¡¡¡Goooool!!! ¡Bien Kun! Siempre te bancamos”.
A los 40, no puede faltar la grieta así estemos en la capital rusa: piñas entre compatriotas porque unos putean y otros dicen “hay que bancar”, y más allá conatos de agresiones porque “vos querés estar sentado pero hay que aguantar parado, loco”. Encima, en estadios del Primer Mundo nos dan alcohol en la tribuna. Nos nublamos y todo se pone peor. “Los riesgos de volver a la comunidad internacional”.
En el segundo tiempo, en ese barullo se sueña con una solución mágica, inmediata: “¡Dale Leo, hacé una vos!”. No pasa nada. ¡Penal a favor! Ahora sí. Dios es argentino. Parece que sin haber hecho nada nos llevamos todo. Ilusión otra vez. Pero no. Ataja el islandés cineasta. Depresión de Messi. Y un poco de todos.
Crisis cíclicia. Stop and go desde 1986 que hace rato no go ni un poco, la verdad. Y así en los últimos quince, las cosas no salen y se busca la culpa afuera: “¿Qué cobrás, referí? ¡La concha de tu madre!”. Siempre nos cagan, de Kodesal para acá, siempre. Y vuelta a empezar: Croacia, el 0-3 y la casi eliminación. La resurrección tras el guiño de Nigeria que nos da vida. La nueva esperanza de un giro mágico que nos salve de un momento a otro.
“Buenas noticias”, tuiteó el presidente Mauricio Macri, para contar que un índice de inversiones en acciones mejoró la clasificación de la Argentina, algo así como un córner a favor en un año donde el equipo ganaba 1-0 pero “pasaron cosas” y pinta para terminar abajo en el marcador: después de la devaluación, el salto en los precios, la caída del salario, la vuelta del Fondo Monetario Internacional y el frenazo de la actividad económica, creer que ser mercado emergente va a dar vuelta el partido es como pedirle a Messi solo que “traiga la co”.