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Mi casa vieja

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En 1960, el poeta Javier Heraud está en París. Es una breve escala antes de viajar a Cuba a recibir instrucción militar y posteriormente morir fusilado en el río Madre de Dios, en la selva peruana, mientras lo cruzaba con una canoa tratando de importar la lucha armada al Perú. La poesía a veces tiene, como me dijo una vez Leónidas Lamborghini, ciertos poderes adivinatorios; Heraud escribió estos versos que parecen advertir su final: “Yo nunca me río/ de la muerte./ Simplemente/ sucede que/ no tengo/ miedo/ de/ morir/ entre/ pájaros y árboles”.

Pero es 1960 y está en París, altísimo, muy joven, acaba de sacar su segundo libro, El viaje. Y es entrevistado por Mario Vargas Llosa, quien en ese entonces se ganaba la vida como periodista en Radiodifusión de la televisión francesa.

El reportaje es breve, y sobre el final Vargas Llosa le pregunta acerca del poema que les va a leer, un poema de su último libro. Heraud dice: “El poema fue escrito el año pasado y narra o cuenta una experiencia afectiva. La casa en la que yo vivía anteriormente fue derruida y sobre esa casa construyeron otra, y en ese libro cuento cómo era mi casa vieja”. El poema empieza así: “No derrumben mi casa/ vieja, había dicho./ No derrumben mi casa”.

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El poema está dividido en seis secciones, algunas más largas que otras, y es, como casi toda la poesía de Javier Heraud, cristalina, precisa, casi invisible.

Como sabemos, todos los que hacen bien su trabajo en el mundo son invisibles. Y el mundo está sostenido por estas personas anónimas, no por los charlatanes que aparecen en los medios como payasos de los poderes concentrados de turno. El poema continúa; en la sección cuatro dice: “Todo esto contenía/ mi pequeño jardín/ Era un pedazo/ de tierra custodiado/ día y tarde por una verja (…) Es cierto, no lo niego/ Las paredes se caían/ y las puertas no cerraban/ totalmente/ Pero mataron mi casa/ mi dormitorio con su/ alta ventana mañanera”. Si un poema es bueno, el poeta consigue otorgarle dignidad y permite que los lectores entremos en él a buscar nuestra propia experiencia. Si un poeta es bueno, permite a veces que el poema diga cosas que él en un principio no había querido decir, no sujeta al poema a su voluntad sino que lo deja crecer interiormente.

Leyendo a Javier Heraud esta mañana de invierno, con mis hijos durmiendo en mi cama ancha, pienso yo también en mi casa vieja, que derrumbaron para construir otra más moderna. Sus largos corredores, sus baños precarios, la cocina inmensa, el sillón de mamá.

Pienso en su número de teléfono, que permanece intacto en las bajas temperaturas de mi inconsciente.

Antes, cuando tomaba demasiado whisky y me ponía melancólico, llamaba a mi casa vieja y me atendía su nuevo dueño. Yo le decía que se fuera de ahí. El tipo a veces me hablaba, a veces me cortaba.

Yo era Javier Heraud.