“El populismo nos necesita para sostener la ficción de sociedad civilizada.”
@MissLadrillos
Dice Beatriz Sarlo que ella sigue hablando con los de Carta Abierta. En realidad dijo “los intelectuales de Carta Abierta”, pero se la vamos a dejar pasar, porque lo otro es mucho peor. Es cierto que habla con ellos; le faltó agregar que no habla más con nosotros. Habrá que aceptar que –desde el punto de vista de la langosta– adaptarse a esta monstruosidad era lo correcto. No hubo tentación sino obediencia desesperada en los menos dotados, que se integraron a la estructura delictiva kirchnerista porque era la única existente, y solos no habrían sabido cómo sobrevivir. Los otros, más exitosos –los que validaron al kirchnerismo y hoy lo critican para acomodarse mejor en el futuro– no fueron por eso menos langosta: tuvieron que adoptar las mismas formas, lenguaje y estrategias mafiosas que conforman hoy las relaciones sociales en Argentina de manera excluyente. No existe otra voz audible. Salvo nosotros, cuatro o cinco pelotudos (uno menos, ahora que murió Verón). La idea de normalidad cambió y nosotros, los cuatro o cinco pelotudos, no. Este problema es sólo nuestro y no tiene mayor relevancia en el mundo de la política.
Culturalmente, sin embargo, esta homogeneidad absoluta no tiene nombre: se parece bastante al fascismo, y más todavía a la Rusia de Putin. De lo que termine produciendo –en cantidad de víctimas– dependerá, supongo, su nombre definitivo. Seguimos sin saber cómo se llama, pero ya sabemos qué es y que no permite ninguna otra cosa. En términos culturales, esto le complica mucho la vida a quienes se desempeñan en profesiones que tienen algo que ver con la verdad: da lugar a criaturas increíbles que progresan en su rubro deslegitimándolo. Filósofos-payaso, como Forster; integrantes de la Corte Suprema que dicen “vendepatria”. Periodistas hay más, pero incluso los mejores –Pagni, Wiñazki– están obligados a extraer información de personas adaptadas para vendérsela a otras personas adaptadas. Sólo hay dos fuentes de ingreso para el periodismo en Argentina: el Estado langosta, o el mercado constituido en su inmensa mayoría por personas-langosta. Y como en el universo langosta las palabras y los conceptos no tienen ningún valor, todo se reduce a gestos, un poco más valientes o un poco más miserables, que sólo pueden ser apreciados por quienes conozcan y respeten esa cadena alimenticia.
¿Cuál es mi lugar en ese ecosistema? Uno provechoso, si pudiera adaptarme, porque resistí el avance inicial del autoritarismo langosta y eso da buenas credenciales hoy. Lamentablemente, si decidiera cobrar esa recompensa, ya no me la puedo gastar simbólicamente en nada. Porque no hay nadie con quién conversar. Son todos langosta. Para no morirme de aburrimiento, sólo me quedaría ir señalando a los impostores uno por uno, lo cual me convertiría en lo que más o menos ya soy: una atracción exótica, un analista-bufón de los problemas de una sociedad a la que no le importan, publicando columnas semanales en un diario en el que no me quieren (salvo tal vez como trofeo falso de una diversidad que jamás soñarían con aceptar). La verdad, no le veo la gracia.
A partir del mes que viene, no voy a musicalizar más la propaganda vacua de una profesión embrutecida con discos lindos que me compré en Resident. No juzgo a quienes, por convicción o necesidad, decidan seguir haciéndolo. No me peleé con nadie y tengo el mayor de los respetos por las personas que reciben y editan esta columna cada semana. Pero no quiero seguir participando en un diario que dice que pagarle a la gente es peor que pegarle, titula “Moyano y Barrionuevo son peores que CFK” y todavía me vende a Horacio González. Alguna consecuencia tienen que tener esas cosas. Y como conversar no saben ni quieren, lo único razonable es desistir. Sólo me quedó pendiente una columna que empecé el año pasado; intentaré cumplir de la mejor manera posible el próximo domingo.
*Escritor y cineasta.