Sin música de película de acción. Sin un plano que aumente la intriga. Sin una luz tenue que se ensamble con lo que cualquiera puede imaginar. El poder detrás del poder se mueve a ritmo burocrático.
Empresarios que invierten en el momento adecuado para los tiempos políticos. Obras públicas cartelizadas. Banqueros-instrumento para las fortunas que desaparecen tras la bruma offshore. Banqueros que reclaman seguridad jurídica. Un juez que duerme un expediente. Fiscales que hacen caso omiso de pruebas que perjudican a X, y realzan otras que afectan a Y. La familia judicial y los padrinos. Holdings de medios de comunicación que demonizan a funcionarios de cualquiera de los tres poderes, o ponderan negocios que nadie vio, pero ya tienen dueño. Familiares desperdigados por toda la estructura estatal. Los ejecutivos y la puerta giratoria. Políticos que gruñen en público, pero en privado se someten virtuosamente. Teléfonos pinchados, y el espionaje punteril. Un sacerdote que adoctrina desde el púlpito ante la devota mirada de los fieles. Un papa que dispara mensajes, a priori, universales, pero que están teledirigidos. Un sindicalista que pega con la izquierda, y acumula y recauda con la derecha. El Senado spa y el balneario municipal de Diputados.
La microfísica del poder es imperceptible para el ciudadano de a pie. No se trata de la oscuridad, ni de reuniones cargadas de exotismo. Ni siquiera de un sistema abrumador. Se trata de su carácter relacional: son movimientos precisos realizados sobre los actores adecuados. Una mínima distorsión puede hacer implosionar una red de vínculos y, fundamentalmente, la finalidad para la que fue constituida, su razón de ser.
El vocablo anglo lobby tiene un significado más amplio que el que le da la Real Academia Española: “Conjunto de personas que, en beneficio de sus propios intereses, influye en una organización, esfera o actividad social”. La trama constituida en cada campo presenta un trasfondo histórico que demanda sacar a la superficie las reglas y la propia dinámica interna de cada uno de los seis actores corporativos: Iglesia, política, sindicatos, mundo financiero, empresarial y judicial.
En su sentido positivo, institucionalizado, el lobby es una actividad legítima que, por caso, permitiría enriquecer el debate público en el Congreso. Sin embargo, hay otra cara: sin una adecuada regulación, aumenta las oportunidades para que se cometan actos de cohecho y cooptación de cualquiera de los tres poderes por parte de aquellos que buscan incidir en las eventuales medidas de cada uno de ellos.
La presión tiene fases. Grosso modo, la mayoría de los actores aplica un lobby personalizado, territorial, público y sectorial. O sea, sobre los actores y resortes estatales más sensibles; en la geografía del lobbeado en cuestión o sobre la comunidad que se debe persuadir; a través de campañas públicas, redes sociales y los medios de comunicación, entre otras formas; y, por último, por medio de jornadas, coloquios, conferencias, etcétera.
Cada corporación despliega su abanico de recursos a merced de los eventuales gobiernos. Los bancos financian, las empresas acompañan, los sindicatos esperan, la política dialoga, la Iglesia es piadosa y la Justicia impone la cronoterapia de sus fallos. A cambio, siempre obtienen beneficios. Aunque el poder es reacio a los cambios, saben adaptarse al carácter cíclico que permite el retorno de algunos actores a escena.
El lobby torna más complejo aún el concepto de corrupción, ya que el tan mentado interés general se deforma en favor de intereses particulares a raíz de actividades diversas no solo ilegales. Asimismo, no es extraño en la historia política argentina que determinadas iniciativas sean presentadas como trascendentales pero, de fondo, escondan demandas surgidas a partir de la interacción entre las coaliciones gobernantes y las corporaciones.
En el lapso analizado (2003-2018), emergen figuras paradigmáticas que no solo serán los lobistas que hegemonizaron su campo de acción, con la necesaria contraparte, sino que, a la vez, se verá cómo cambian las condiciones para su caída y respectivo ascenso de otras. En esa descripción se trazan regularidades como cursus honorum, franja etaria preponderante, origen, educación, permanencia en el cargo, mecanismos de ascenso, las relaciones entre corporaciones, su agenda permanente, continuidades y rupturas.
Aunque el colectivo de mujeres es una evidencia que gana las calles de las principales ciudades argentinas, casi no tiene reflejo en cada uno de los actores corporativos, donde los avances son más que nada discursivos con escaso correlato en los hechos.
A su vez, en cada uno de ellos surgen movimientos a tono con el olfato político que impone la coyuntura. De ahí que las cúpulas tengan una dinámica pendular en función de la fortaleza/debilidad de cada gobierno. En los sectores judicial, empresarial y sindical se ve con mayor nitidez. Los puentes en pos del diálogo, la inclinación y receptividad son notorios y se deben a una sola razón: el tangible volumen de poder.
Cada uno tiene engranajes que funcionan como intermediarios, generalmente colonizados por los jugadores de mayor tamaño. Sus jugadas van acompañadas por el paratexto necesario, según la ocasión. Para ello, los medios de comunicación de mayor alcance son un elemento tan preciado como imprescindible.
El lobby es federal. Se expande por todo el país. Las alianzas tácticas para lograr sus cometidos son una constante.
*Autores de Lobby, ediciones B. (Fragmento).