Hubo un breve tiempo en que sobreviví lavando platos en un buque plataforma. Fue un viaje largo, de Hamburgo a Río Grande por el Atlántico, durante el cual me dediqué, entre otras cosas, a lavar platos. Los tripulantes (pocos, apenas una población de travesía dedicada al mantenimiento y la movilidad de la nave) eran apenas cuarenta, en su mayoría no marineros sino soldadores procedentes de las Islas Canarias y de la Bretaña francesa. El buque (DLB 1601 se llamaba, tal vez se sigue llamando) se dedicaba a la instalación submarina de oleoductos, y eso venía a hacer a Tierra del Fuego. Pero todo esto no tiene importancia. Solía almorzar con los soldadores canarios, mucho más predispuestos y sociables que los franceses, bastante fascistas, por cierto. Y hablábamos y los oía hablar. Me llamaba la atención una frase recurrente, una especie de mantra que alguno solía emitir en esos escasos segundos durante los que reinaba el silencio. El mantra, con más o menos variantes, decía: “¡Qué lindo día para naufragar!”.
Llegado a un punto pedí explicaciones, y éstas más o menos podían reducirse así: “Si naufragáramos, nuestra salvación estaría asegurada. Los botes salvavidas a motor podrían dejarnos en menos de dos horas en Dakar y a partir de entonces nuestra existencia y la de nuestras familias estaría asegurada: cobraríamos indemnización y seguro”. Es por eso que los ingenieros del barco hacían tantos controles todo el tiempo: cuidaban al buque de los intentos de sabotaje de los tripulantes, deseosos de volverse a casa con los bolsillos llenos de dinero. (Recordaba entonces a uno de los personajes de una novela de Julio Verne, Una ciudad flotante, un hombre rico que hacía la misma travesía en barco, entre Liverpool y Nueva York, con el único fin de naufragar. De hecho la novela concluye con un telegrama que reza: “A bordo del Cornogny, arrecifes de Aukland. ¡Por fin hemos naufragado! Nunca me encontré tan bien”.) Con estos antecedentes me atrevo a decir que los 33 mineros que volvieron a ver la luz del día son los hombres con más suerte del mundo.
Sin exagerar al punto de esbozar una teoría del sabotaje (cosa que no descartaría, una especie de huida de la cárcel al revés, es posible), desde el primer momento, desde el día de la esquela pegada a la sonda que daba cuenta de los 33 sobrevivientes, pensé que debían sentirse tan felices como mis amigos canarios del DLB 1601 si conseguían naufragar, o como el doctor Pitferge de la novela de Verne, que finalmente lo consiguió; pensé que esos 33 mineros eran unos tipos con suerte.
Y no cabe ninguna duda de ello. No sólo cobrarán cantidades enormes de dinero por indemnización y daños y perjuicios, sino que terminarán, como los sobrevivientes que se lanzan aguas abajo en las cataratas del Niágara o los uruguayos caníbales de la cordillera, dando la vuelta al mundo contando y volviendo a contar las peripecias que vivieron en aquellos 69 días en las entrañas de la Tierra.
De modo que dejen de congraciarse con esos mineros y miren un poco hacia abajo, o mejor, hacia adentro. Los que estamos enterrados somos nosotros.