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Por suerte la aclaración tardó apenas un poco en llegar. En una pantalla de la televisión argentina, Hermann Goering acababa de ser invocado, como cita de autoridad, en calidad de “escritor muy importante”. Cumplida la especificación de que en verdad fue un jerarca nazi, y en su reemplazo, fue citado Samuel Beckett. Él sí, un escritor muy importante.

El debate que se entablaba en el programa en cuestión versaba sobre la eventualidad de que haya un superclásico en la final de la Libertadores. El tema, en lo personal, me interesa¸ sería la ocasión de desnivelar la consabida paridad de las dos grandes finales históricas (diciembre de 1976, diciembre de 2018) que han existido hasta el momento. Está claro que Hermann Goering no venía a cuento en el asunto. Pero no porque no fue “un escritor muy importante”; pues Beckett, que sí lo fue, tampoco venía a cuento.

El fútbol no precisa realces ni lustres proporcionados por disciplinas con poder de irradiación de prestigio: la filosofía, la literatura (disciplinas habitualmente imaginadas con engalanamiento de mayúsculas). El fútbol se basta a sí mismo y es acaso lo mejor que tiene. Quienes no lo sentimos nunca como un asunto menor, no solemos adosarle ortopedias de jerarquía. Su eficacia, como pasión, radica en que parece absoluta. Su eficacia, como ficción, radica en la suspensión transitoria de los parámetros del mundo corriente.

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Suceden estos desplazamientos. Se habla de fútbol como si fuese filosofía. A cambio, o en el mismo sentido, los debates ideológicos se plantean como si se tratara de rivalidades futbolísticas. Hay otros corrimientos análogos: los escándalos de la farándula se examinan como asuntos de Estado; las políticas de Estado se discuten en un registro que es más propio de las peleas de la farándula.

Lo lamento más que nada por los programas sobre fútbol y por los programas de chismes. Que me encantan como tales.