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La lucha contra el patriarcado, que venimos llevando adelante desde hace tiempo, acaba de recibir un aporte sustancial, acaso inesperado y acaso involuntario, por parte de Cecilia Bolocco.

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La lucha contra el patriarcado, que venimos llevando adelante desde hace tiempo, acaba de recibir un aporte sustancial, acaso inesperado y acaso involuntario, por parte de Cecilia Bolocco. Las protestas públicas que efectuó por el hecho de que su hijo Máximo debió criarse en un contexto de padre ausente exceden la dimensión estrictamente personal, que no nos compete, y queda aparte del encuadre de la política argentina, que en esto no viene al caso. Si Bolocco tiene razón o no la tiene, si debía o no debía habérselo visto venir, si se la buscó o no se la buscó: nada de esto es mi asunto, en absoluto. Criticando al padre ausente (hablo de la figura, no de la persona), toca un núcleo muy sensible de la concepción patriarcal: la que esencializa a la mujer como madre y la atornilla al espacio doméstico. ¿No es por eso, me pregunto, que en la mayoría de las separaciones de parejas con hijos tienden a ser las mujeres las que se quedan en la casa (y con la casa), para quedarse a la vez con los hijos, bajo el supuesto de que les pertenecen?

Esa esencialización, como todas, comporta una reducción y, con ello, un sometimiento. Pero el machismo, como bien sabemos, hace daño también a los hombres. Y empobrece, en este caso, la función que toca a los padres. Los padres suelen verse disminuidos al triste papel de suministrador de “alimentos” (a manera de cazador en la horda primitiva) y encasquetados en la cuadrícula de un “régimen de visitas” (así como hacen visitas los médicos o los primos lejanos). Se engendró penosamente la figura del padre ñoqui, convocado una vez por mes tan sólo para la provisión de dinero; la figura del padre paseador de hijos (así como hay paseadores de perros), a quienes una o dos veces por semana le toca sacar y orear; la figura del padre transportista (más próximo al Uber que al remís), que lleva y trae, conduce y espera. O la figura atroz del padre ausente, en fin, subsidiaria del mito machista que sacraliza a la mujer madre, ya que consiente (como lo consiente el tango) que una madre al fin de cuentas es todo.

Para acabar con el patriarcado será preciso, en efecto, producir en nuestras sociedades toda una transformación cultural y educativa. Por eso resulta preocupante que tantos niños y tantas niñas estén creciendo, ahora mismo, bajo diseños familiares tan retrógrados, tan superados en lo conceptual y a la vez tan persistentes en los hechos.

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