Es cierto que también Barack Obama fue a saludar al Papa. Como jefe de Estado, entre colegas, fue una visita oficial. Obama no ha sido ni es católico. Bautizado en la Iglesia Unida de Cristo (UCC, por sus siglas en inglés), adhirió a ella en 1988, a los 27 años. Acusado por la ultraderecha reaccionaria de los Estados Unidos de ser un islamista encubierto, un anti Cristo, Obama es ahora seguidor de un pastor cristiano bautista del sur de los Estados Unidos, pero no pertenece formalmente a ninguna Iglesia desde 2008. Los bautistas del sur creen que su misión es proclamar un Cristo viviente junto al pueblo.
Sucede que, como jefe de Estado, Barack Obama visitó al jefe del Vaticano, el papa Francisco. Nadie podría barruntar que esta visita ayuda o perjudica al presidente norteamericano de cara a sus problemas domésticos. No fue a pedir consejo o a intentar una mediación. Lo que hizo fue política internacional, aun cuando tenga rasgos más o menos espirituales. Pero como Francisco viaja dentro de pocas semanas a Israel y Jordania, Obama no podría desentenderse de las alternativas eventuales de un acuerdo de paz árabe-israelí articulado o impulsado por el Papa.
Lo de los argentinos amontonados en Roma con Francisco, en cambio, ya se vislumbra como bochornoso. No pasa una semana sin que algún muñeco importante de la galaxia del poder criollo se acerque a la Plaza de San Pedro para intentar mojar el pan en el tuco. Nadie se margina ni autoexcluye. A la voz de aura, jerarcas del Gobierno, sindicalistas, empresarios, figurones más o menos farandulescos, todas y todos se toman el avión a Roma, ciudad seductora si las hay, para abocarse al más persistente de los rasgos argentinos, aparecer. No por nada los diarios argentinos titulan todas las semanas sus crónicas políticas con insufribles “fulano se mostró con mengano”, o –peor todavía– “guiño de sultana a fulano”. Es un país que ha perfeccionado como nadie el arte de la oportunidad fotográfica y a ese menester se consagra, mostrarse y guiñar. La pasión nacional por exhibirse es inagotable; basta recorrer las páginas de Caras para comprobar que sentir vergüenza no es una experiencia argentina.
Con el Papa sucede eso; nadie siente vergüenza de chapotear en ese río de sacralidad corporal, acercándose a Jorge Bergoglio para procurar su aval, su endoso, su sonrisa complaciente, su espaldarazo consagratorio. Una espesa cortina de oportunismo ha convertido al Vaticano en la meca que nunca fue para los argentinos. Ignoro si el polaco Karol Wojtyla trajinaba el espinel de cabotaje de su propio país con tanta energía como parece estar haciéndolo hoy el papa Francisco. Pero admítase que el papa Juan Pablo II no sólo era un cura polaco, sino que fue el pontífice del poscomunismo. El Muro de Berlín fue horadado el 9 de noviembre de 1989 y Juan Pablo fue elegido papa el 18 de octubre de 1978. En esos nueve años entre la proclamación de Juan Pablo II y el comienzo del fin del “socialismo realmente existente” fue muchísimo más que un pastor polaco amado por sus paisanos. Al igual que Ronald Reagan, que llegó a la Casa Blanca el 20 de enero de 1981, y que Margaret Thatcher, que asumió el 4 de mayo de 1979, fueron adalides y paradigmas de un ciclo nuevo, una era diferente, claramente pautada por el derrumbe del comunismo soviético, el período que abarca en los años 90 la simultánea prevalencia de Wojtyla, Thatcher y Reagan. Se trata de un momento de características epocales de enorme proyección histórica.
Sacerdote argentino y afable, Francisco cae muy bien en muchas partes, pero su peripecia no parece tener, de momento al menos, la vasta proyección de Wojtyla en el escenario mundial. Al polaco Juan Pablo II lo asumieron como estandarte y faro de luz sociedades hartas del grisáceo totalitarismo de matriz stalinista que prevaleció en el centro y el este de Europa hasta 1990. No sucede nada parecido con el argentino Bergoglio, lo que hace mucho más repelente e indecorosa la obsecuencia mediocre que se percibe en las interminables expediciones a Roma de argentinos súbitamente poseídos por un fervor pastoral desconocido hasta ahora.
Hay capítulos en esa franciscomanía tan aldeana que suscitan asombro por la audacia de los pedigüeños. Días atrás, el ministro de Trabajo, Carlos Tomada, se le acercó al Papa para involucrarlo en las paritarias salariales argentinas. Es como si, en algún punto, en la Argentina se hubiese concluido que el Papa es una especie de puntero supremo, capaz de repartir bendiciones salvíficas y forzar soluciones ajenas a su esfera posible de influencia. Daniel Filmus fue a pedirle que intervenga ante el Reino Unido para que negocie un acercamiento de Londres que permita que las Falkland británicas se conviertan en Malvinas argentinas. Todo muy propio del predicamento nacional. A menos que el propio Francisco tome un poco de distancia, desde la Argentina le seguirán lloviendo comedidos y peticionantes. En esa materia, en este país nunca nos privamos demasiado de nada.
ERRORES: en mi columna del domingo 23 de marzo, “Tenebroso”, cometí dos errores. Afirmé que el gobierno argentino boicoteó en 1980 la Olimpíada de Moscú. No fue así: la Argentina participó del boicot a la URSS por su invasión de 1979 a Afganistán. Lo que sí hicieron los militares argentinos en el poder fue vender cereales a Moscú, violando el boicot occidental. Escribí, además, que eran 28 los años transcurridos desde el golpe de 1976. Eran 38. Perdón por ambas equivocaciones.
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