“Ni siquiera sé adónde queda ese país: Argentina. Creí que en Africa, pero ahora resulta que es en América del Sur. Bueno, de todos modos debe ser un país muy primitivo. Me dicen que tienen buenos hoteles, eso, si es cierto, es una tranquilidad. Pero vaya uno a saber si tienen las mínimas comodidades y facilidades que en un país civilizado. ¿Tendrán autos nuevos? ¿Semáforos? ¿Supermercados? ¿Y cómo serán los naturales del lugar? Mucha sangre indígena, supongo. Claro que tienen una Feria del Libro, bueno, sí, pero eso no significa nada, habrá que ver cómo es. Una carpa en una plaza, se me ocurre, con la producción del país: muchos libros de poesía de esos que hablan de la soledad del alma y de los jardines interiores, escritos por las señoras de la clase alta que no tienen nada que hacer. Y algunos opúsculos sobre la historia del país, con mención de los héroes nacionales. Un desastre. Pero mejor así. No es como si a uno lo hubieran invitado a un país en serio, Francia o Alemania pongamos por caso. No. Ahí hubiera tenido que esforzarme, preparar algo serio, bien meditado, con citas de gente importante, Derrida es imprescindible. Y después Walter Benjamín. Y, claro, Wittgenstein. Bueno, así es más fácil. Ya lo sé todo y puedo manejarme con tranquilidad sin tomarme el más mínimo trabajo. Para empezar hay que impresionarlos con la vestimenta: yo, siempre de blanco. Caramba, espero que no sea una región muy lluviosa porque el impermeable blanco queda hecho un harapo después de una lluvia copiosa. En fin, ojalá que me lleven en auto, que me vayan a esperar al aeropuerto. Me dijeron que sí, pero quién sabe si serán formales y responsables. ¿En qué estaba pensando? Ah, sí, en la apariencia. De blanco, siempre de blanco o de algo que se aproxime lo más posible al blanco. Un color beige blanquecino, por ejemplo. Lo mismo, si hace frío, con el sweater bajo el saco. ¿Hará frío? Parece que allá es otoño, cosa que no quiere decir nada. Hay otoños y otoños. Echarpes, por supuesto, y no olvidar los pañuelos. Una vez que me miren asombrados, y eso del siempre blanco nunca falla, una vez que me miren asombrados puedo empezar a disertar, dar las gracias, sentirme honrado por la invitación, todo ese bla bla antes de entrar en tema. Y el tema será, quién lo duda, ante todo el nuevo periodismo. Del que, estoy seguro, jamás deben haber oído hablar. Una vez definido, hablar de los límites, decir por qué el viejo periodismo ya no sirve para representar el mundo, etcétera. Y de allí pasar a La Novela Está Muerta. Eso es algo que siempre hace abrir la boca a los pazguatos. Sí, señoras y señores, la novela ha muerto, sólo nos queda velarla y enterrarla discretamente. Que no se note. Que no se hable más del asunto. Si alguien por casualidad entre el público sabe que yo he escrito novelas, puede llegar a preguntar algo, pero me ha pasado otras veces y con públicos muy inteligentes. Por supuesto, diré, pero han sido siempre en mi línea de pensamiento. Si la cosa sigue, la siguiente pregunta es ¿Qué novelas considera usted valiosas? Allí puedo insertar un poco de soberbia, que es algo que siempre merece un párrafo en los diarios del día siguiente, y contesto: Las que son como las mías. Y sigo ante el asombro general, diciendo que la vida real es mucho más interesante que todo lo que un autor puede llegar a inventar. Y un consejo final y después, confío, me voy a mi hotel. Fíjense en lo que los rodea, pongan eso en sus artículos y en sus libros, agreguen un poco, muy poco, de invención propia y el resultado será deslumbrante. Yo sé lo que les digo porque eso es lo que a mí me pasa. Más fácil imposible. Fin de la disertación.